En una conferencia que Enrique Vila-Matas pronunció en Oviedo, puso como ejemplo de una imposible “teoría de la novela” la obra de Julien Gracq El mar de las Sirtes. En un artículo posterior (Babelia, 12 de enero de 2008) escribió que esta novela “cuenta con lo mejor de cada casa: Nerval (locura y vagabundeo libre), Rimbaud (configuración psíquica tormentosa) y Breton (procesador de signos)”. Es cierto que, sin necesidad de llevar a cabo un exhaustivo rastreo de la presencia de estos autores, se puede reconocer la influencia del surrealismo (bretoniano) en los continuos símiles y metáforas que inundan la novela (“el fanal del rompeolas sobre el agua dormida ardía tan inútil como una mariposa olvidada en el fondo de una cripta”, pág. 37), la impronta de la poética arrebatada de Rimabaud (“el primer grito de un pájaro que nos llega débilmente a través del último sueño”, pág. 119) y la huella del “vagabundeo” de Nerval en el errar de los personajes por las sombras de un pasado que acecha tras el horizonte.
Es un libro, como todas las obras maestras, plagado de múltiples lecturas: la búsqueda de un sentido a la monótona existencia (de un hombre, de una patria o un país con vida propia); del miedo al otro (a otra nación), que a menudo nos paraliza hasta que sentimos la imperiosa necesidad de descubrirlo para, de esta forma, desenmascararnos a nosotros mismos, es decir, a nuestro propio miedo a nosotros mismos, pues ése es el significado final del pretendido temor al otro; del poder –del auténtico siempre invisible- que se sirve de nosotros para que, ocultando su mano directa, su responsabilidad, sucedan las cosas; de la espera al enemigo que acecha, que no es más que la espera a que la parte temida de nuestro yo aflore y decida lo que debemos hacer con nosotros mismos. De ahí la pregunta final de “¿Quién vive?”, para la que lo sucedido en el libro se plantea como respuesta: vive quien espera, quien indaga y no se conforma con la continua existencia del acecho, quien actúa –con todo el miedo del mundo- pensando en “la muerte en la llama que vendrá por el agua” (pág. 290).
Y todo esto narrado en una magistral prosa poética, plagada de imágenes que son como luces que deslumbran y ciegan en la dificultad de su entendimiento, pero que, sin embargo, no hace falta releer para saber que los párrafos, a veces difícilmente comprensibles en la literalidad de las palabras, se vuelven más sugerentes en el amplio, inabarcable procesamiento de los significados. El placer de su lectura está precisamente en su dificultad, en el dejarse llevar por la morosidad que te va llevando al convencimiento lento de que estás ante una obra necesaria, magistral, a la altura de los grandes del siglo XX: Proust, Joyce, Faulkner o Kafka.
Desconozco el original en francés, pero la traducción seguramente es inmejorable.
Luis Mateo Díez afirmó una vez que esta novela estaba entre las tres indispensables del siglo XX. Ciertamente, se trata de una grandísima novela, pero para ocupar el Olimpo de las obras indispensables habría que abrir el abanico a otras 15 ó 20 novelas más del siglo pasado. El estilo es radicalmente distinto al de Gracq en El mar de las Sirtes. Ahora se trata de una suerte de “estilo sin estilo”, que Buzzati deja caer, como una pluma, para no entorpecer la verdad de la historia.
Me parece que es la obra más kafkiana que ha escrito alguien que no se llame Franz Kafka, con resonancias en la forma sin ornamentos y en el fondo de la historia, donde tantos personajes de Kafka siempre esperan, absurda y pausadamente siempre esperan. También, como en Gracq, el personaje –el hombre en un mundo incomprensible- se inventa una razón ajena (puede ser un enemigo, un fantasma, una sombra) que lo salve, y en su espera, en el absurdo, angustioso, paciente deseo de su llegada, se cifra el sentido que queremos o podemos dar a la vida. Drogo llega a la Fortaleza por casualidad –igual que a menudo nos lleva y nos trae la vida-, pero después de las vacilaciones y el miedo inicial –el aprendizaje de todos nosotros-, el azar se convierte en necesidad –la odiada, salvadora adaptación al mundo que nos ha tocado vivir- y la espera en la única razón que tiene para convertirse en un héroe –en una persona normal-, pero no alcanza a lograr el cumplimiento de su deseo, que no es otro que el de seguir esperando, pues mientras tanto se puede aún seguir esquivando la expulsión de la Fortaleza –del Paraíso en la tierra-, la inevitable llegada de la muerte. Pero ahí se da una esperanzada vuelta de tuerca, al sentir -con Drogo al final de la novela- también la liberación de que sea por fin la muerte dulce –sin heroísmos- la que te rescate de la absurda espera que es la vida.
El paralelismo con las otras dos obras es claro en el argumento: Una zona fronteriza del Imperio se prepara para esperar a los bárbaros, seres nebulosos que habitan en una tierra inhóspita e ignota, y a la que se teme como siempre se teme al otro, que en definitiva no es más que nuestro lado oscuro e ignorado. Pero hay una sustancial diferencia con las novelas de Gracq y Buzzati, y es la plasmación del horror (como el de Conrad, también en África, donde se sospecha que habitan esos bárbaros, aunque bien pudiera ser cualquier otro lugar fronterizo de la tierra), con toda su crueldad en la descripción –la visualización- de las torturas, y no sólo a los bárbaros que tenemos estigmatizados como la representación –real y moral- del otro, sino a uno de los nuestros, y no a uno cualquiera, sino a un dirigente –el magistrado- que ha sentido el horror en sí mismo (“tengo miedo de lo que
soy capaz”, pág. 195) al descubrir que estaba siendo colaborador en tanta crueldad. Es el amor –o tal vez algo menos interesado y más profundo, como es la piedad- el que hace que el administrador recupere su dignidad como hombre y se enfrente al Imperio, aun a riesgo de padecer él mismo todas las vejaciones posibles. Desde el privilegiado puesto de la autoridad desciende a los infiernos (como Dante, como Céline) más insospechados, y es ahí –en la más absoluta miseria, soledad y dolor- cuando aprende a mirar con los ojos de los bárbaros, y a esperar su venida no para que lo liberen a él –nunca podrán, pues nunca será parte de ellos-, sino para que eliminen para siempre –y no dejen vestigios- la moral decadente del Imperio.
Se ha hablado de que en esta novela, Coetzee habla de Sudáfrica y del miedo que la minoría blanca en el poder tenía a la llegada –el despertar de su conciencia- de la minoría negra esclavizada. Pero creo que también se puede extrapolar a la actualidad política de tantos países y regímenes, y sobre todo a Occidente, siempre obsesionado –desde el Imperio Romano- por tratar de detener a las hordas invasoras. En su día fueron los bárbaros del Norte, luego los negros del Sur, los indios, los judíos, y ahora son los musulmanes o los árabes, a quienes esperamos –con odio, pero sobre todo con miedo- a que asalten nuestras fronteras y derriben nuestras fortalezas. Es el mismo temor que tenemos a que los pobres coman en nuestra misma mesa de ricos.
La novela está escrita en primera persona, como unas memorias de lo sucedido, como si fuera el último hombre que queda en la tierra para contar –y dejarlo entre las incendiadas ruinas- la verdad de nuestra desaparición.