A finales de los años 50 los estudios de Cinecittà acogían, cada vez más, rodajes de grandes producciones hollywoodienses derivadas a Europa, y los locales más elegantes de Roma, mucho de ellos en la famosa Via Veneto, veían desfilar toda una constelación de estrellas y de ricas celebridades o de gente esperando serlo. Era también el momento en que los italianos menos afortunados trataban de hacer de ello una ventaja a su favor convirtiéndose en fotógrafos, persiguiendo sin tregua a esos famosos con la esperanza de cazar instantáneas del interés de la prensa amarilla.
Por entonces Ava Gardner, «el animal más bello del mundo», según bien rezaba en 1954 la publicidad de La condesa descalza, la obra maestra de Joseph L. Mankiewicz, se hallaba en la capital italiana a causa del rodaje de La maja desnuda (Henry Koster, 1958), último trabajo de Ava para la Metro. Sus numerosas locuras nocturnas y sus múltiples aventuras —mantenía una relación con su compañero de reparto, Anthony Franciosa, quien interpretaba a Goya en la película, en aquel momento casado con Shelley Winters— atraían a los fotógrafos como un banco a una banda de atracadores. La bellísima actriz, obsesionada con las consecuencias de la equimosis en una mejilla que, durante una juerga nocturna con rejoneos, le había producido la caída desde un encabritado caballo en el ruedo privado de Ángel Peralta en Sevilla, temía más que nunca a periodistas y fotógrafos. Éstos debían en aquella época acercarse todo lo más que podían a sus presas, a raíz de las limitaciones de sus equipos, dotados de enormes y estrepitosos flashes, lo cual provocaba muchos altercados entre las estrellas y los advenedizos “profesionales” del amarillismo, quienes en no pocos casos se servían de la provocación (al igual que ahora).
Una noche en concreto, un grupo de fotógrafos encabezado por Tazio Secchiaroli fue golpeado por los guardaespaldas de Faruk, rey de Egipto, por haberse acercado demasiado, después de una bronca con Ava y Tony Franciosa en el Café de París. El incidente, uno de los desencadenantes de la fama de Roma como lugar libertino abandonado al dolce fare niente, saltó a las portadas de la prensa romana. Y fue una de las inspiraciones de Federico Fellini para crear La dolce vita (1960). El personaje interpretado por Anita Ekberg en este filme estaría, además, basado directamente en Ava Gardner. Quizá ahora comprendamos mejor por qué baila descalza con el equipo de rodaje de una película en Cinecittà y se bebe la noche de Roma con el primer admirador que llega. O también por qué lleva en una de las escenas un vestido, inspirado en un hábito eclesiástico, que suscitó escándalo en su día, e igualmente réplica de otro traje usado entonces por Ava, diseño de sus modistas romanas, las hermanas Fontana.
Esto y más cuenta Lee Server en Ava Gardner. Una diosa con pies de barro, biografía de uno de los iconos por antonomasia del cine de Hollywood. La beldad sureña de cabello azabache y mirada esmeralda fue una reina del celuloide fuera de lo común, semejante a Greta Garbo, Grace Kelly o Marilyn Monroe, bella como una estatua a punto de cobrar vida. Pocas divas de Hollywood, aparte de Elizabeth Taylor, encadenaron grandes películas e hipnotizaron la cámara como Ava, una actriz a (re)descubrir. Pero también, como Marilyn, perteneció a la estirpe de las más grandes estrellas abrasadas por la luz de los focos, abocadas a la autodestrucción para evadirse de una sofocante realidad de ser-objeto. Valía todo aquello que hiciese pasar más deprisa el tiempo, su angustia. «El amor no es nada», decía ella, criatura bigger than life, especie de heroína de Ernest Hemingway, fascinante y solitaria, radiante y malherida, deslumbrante por fuera, agonizante por dentro. Su vida tuvo más de tragedia griega que de cuento de hadas hollywoodiense.
Lee Server, uno de los historiadores de la edad dorada de Hollywood, autor de una conocida biografía de Robert Mitchum, trata de descubrirnos quién era verdaderamente Ava Gardner y lo que la condujo efectuar ciertas elecciones autodestructivas. El escritor americano no ha buscado firmar una hagiografía de la actriz, por lo que no se deja en el tintero detalles que pudieran perjudicar su imagen. De la misma manera procura restablecer determinadas verdades, desarticulando la visión negativa que mucha gente tenía de la vedette de Carolina del Norte. En modo alguno era Ava una bella idiota y sí una mujer que a menudo demostraba un buen sentido de la réplica, alguien que a lo largo de toda su vida quiso subsanar las lagunas de su educación para no más ser considerada como la hija de granjero inculto de Carolina del Norte que ella era en los inicios de su carrera artística.