Algo bueno tiene que ocurrir cuando surge una nueva editorial con ganas de dar un puñetazo de rabia sobre la mesa de la Literatura. Y mucho mejor si su primera apuesta es por un autor que vive como escribe, ¿o es al revés?
En los 30 relatos que encierra Dejemos el pesimismo para tiempos mejores, (Editorial Pezdeplata, 2010, 201 págs., con prólogo de Leopoldo María Panero), Diego Medrano se mueve como pez en el agua (nunca mejor dicho) en el terreno literario que conoce con más precisión. Así –como hiciera Beatriz con Dante— nos muestra de qué sustancia está conformado el paraíso de la literatura (donde habita Antonin Artaud, entre otros), de la fotografía (como el siempre desconcertante Alberto García-Alix), de la música (con Janis Joplin, que nos dejó con 27 años por una sobredosis de pureza), de la pintura (la mística rectangular del suicida Mark Rothko) y un largo etcétera. También nos lleva –de la mano de Virgilio— por los rincones más tenebrosos del purgatorio (pensiones de mala muerte, sótanos, cárceles, manicomios) donde en cada peldaño-relato el Arte se abrasa en la bohemia infecta de la destrucción, la única forma de escritura. En lo más hondo del averno, con Diego Medrano tocamos la Literatura hasta quemarnos, sentimos el aliento enfurecido de los que vivieron para (y aquí caben todas las preposiciones: a, ante, bajo, con, contra…) la Literatura y el Arte, por eso “camino, entristecido, dándole vueltas a la palabra “polla”. No creo que sean mejores una palabras que otras, no veo otro camino que el que se opone al recuerdo” (pág. 26).
Es el viaje por la deriva de la vida, entre el deseo y la muerte, donde tienen su morada Rimbaud y Joyce, Enrique Vila-Matas y Jack Kerouac. En este minucioso periplo lleno de amor y de conocimiento, los relatos de Diego Medrano nos conducen por las efímeras rosaledas repletas de hachís y locura, por pasillos de sombras y destellos, por las avenidas de la mendicidad y la sífilis, por los jardines de la tristeza, por la abulia de los días y los disfraces de la noche. Es entonces cuando sentiremos en nuestro rostro el color azul del aliento que tienen los gigantes, cuando palparemos con nuestras yemas la textura con la que se escribe la tragedia de vivir.