Del movimiento y otras (in)quietudes: El mal del ímpetu, de Iván Goncharov. Por Alfonso López Alfonso (25/03/2011).

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Iván Goncharov
El mal del ímpetu
Minúscula, Barcelona, 201
Traducción de Selma Ancira

 

  

La editorial Minúscula, en su muy acertada colección “Paisajes Narrados” –ahí están obras de Varlam Shalámov, Giani Stuparich, Mercè Ibarz o Jesús del Campo, por citar únicamente un puñado de las muchas que merecen la pena— nos pone ahora en la mano una breve novela de Iván Alexándrovich Goncharov (1812-1891), autor ruso contemporáneo de Turguéniev, Dostoievski o Tolstói y tradicionalmente considerado literariamente un peldaño o dos por debajo de ellos. Goncharov acusó de plagio a Turguéniev, fue censor en época del zar Alejandro II y murió paranoico, pero antes dio al mundo Oblómov, una novela en la que explora las contradicciones del alma rusa a través de sus dos protagonistas, adormilado por la pereza y el letargo uno, activo e innovador el otro. En El mal del ímpetu encontramos también la oposición abulia/hiperactividad abordada con un admirable sentido del absurdo y una innegable ironía. El personaje parasitario es aquí Tiazhelenko, que procura no levantarse de la cama, aunque se verá obligado a hacerlo para, en compañía de Filip Klímovich, el narrador de la historia, intentar salvar a la familia Zúrov de una extraña enfermedad —el mal del ímpetu que se anuncia en el título—, caracterizada porque quienes la padecen son incapaces de permanecer en casa en todo el verano. Andan sin parar, hasta la extenuación, de paseo en paseo, de excursión en excursión, acompañe el tiempo o no. Así, la familia Zúrov, seguida por los amigos que intentan salvarlos y azuzada por Verenitsyn –así como Oblómov tenía su rival activo también lo tiene aquí Tiazhelenko— se dedicará a deambular hasta el fin de sus fuerzas por los alrededores de San Petersburgo. Contemplarán montes, ríos, bosques, monumentos y también los bodegones propios de los cocheros: “Si desde la calle se han asomado ustedes directamente por la puerta, con seguridad habrán visto en el fondo de la habitación una enorme mesa cubierta por garrafones, jarras, platos con distintos entremeses y, detrás de la mesa, al barbudo Ganímedes; y si se han asomado en domingo, seguramente habrán visto en pleno banquete a un grupo de amigos cuyas caras ardían iluminadas como lámparas de gas. Y las carcajadas, las canciones y el órgano les habrán hecho notar que no se encontraban lejos de un templo del placer”.

Fino observador y sensible fustigador de la impasibilidad de la nobleza provinciana de su tiempo, Goncharov consiguió con su Oblómov identificar categóricamente a toda una clase social. Pero su crítica, inteligente y divertida, tenía más el efecto de un símbolo, como esos suaves golpes en la cara con el guante que los caballeros se daban entre sí cuando veían atacado su honor y querían batirse en duelo, que la contundencia que adquiriría después, pongamos por caso, un Tolstói; estaba también lejos de la tenebrosidad y el sufrimiento dostoievskiano, por eso leer a Oblomov resulta un fino placer, algo así como tomarse un buen vino blanco acompañado de unas aceitunas ricas en sal. Sin embargo, muy pocos autores consiguieron como él sublimar un personaje hasta el punto de convertirlo en sinónimo de una actitud o un modo de conducirse en la vida, eso que se ha dado en llamar oblomovismo y que Lino González Veiguela definía muy bien no hace mucho desde las páginas de la revista Clarín como algo “carente de fronteras sintomáticas definidas. Pensar en hacer sin hacer, es oblomovismo, pero también lo es no tratar de cambiar las circunstancias de nuestra vida o de nuestro entorno cuando estas nos disgustan o nos afectan negativamente. Siempre que no tengamos por completo el control de nuestras existencias, y no tratemos de obtenerlo, acomodándonos al estado de las cosas, estaremos afectados en uno u otro grado de oblomovismo”. Contra lo que pudiera parecer, es muy difícil y hay que estar muy alerta para no dejarse narcotizar por el inmovilismo. 

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