Aunque suene raro, Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961), uno de los más populares clásicos de Hollywood, fue un filme que estuvo a punto de no existir. Truman Capote, el autor de la novela de base, no quería a Audrey Hepburn como protagonista; Blake Edwards, el director, no deseaba a George Peppard en el papel de héroe masculino; y el propio Edwards era la segunda opción para la dirección, tras John Frankenheimer.
«El personaje de Holly Golightly está tan asociado a Audrey Hepburn que cuesta imaginar que las cosas podrían haber sido de otra manera», pero antes que el nombre de la actriz anglo-belga se habían barajado los de Jane Fonda o Shirley MacLaine, sin olvidar a algunas de las amistades femeninas de Capote, como Elizabeth Taylor y Marilyn Monroe (era a esta última a quien el novelista recomendaba con ahínco).
En principio, nadie creía que la impecable Hepburn fuera a interpretar a una chica de moral tan ambigua como la de la Holly capotiana, suerte de prostituta de lujo. Sin embargo, al decir de Sarah Gristwood, «a fin de cuentas, Audrey Hepburn era la actriz que podía hacer lo que fuera. Había aparecido en [la pieza teatral] Ondine con un traje de red que creaba la ilusión de que iba totalmente desnuda y nadie se había quejado debido a… ¿a su clase innata?, ¿a su vulnerabilidad?, ¿al hecho de que fuera europea?». En efecto, su carisma absorbía al público, pudiendo decir y hacer lo que fuese, siempre con una elegancia natural que la inmunizaba.
Audrey Hepburn transformó a Holly Golightly, alguien que se acostaba con hombres por dinero, en una chica excéntrica sin más, haciendo aceptable su moral, uno de los grandes inconvenientes de cara a la censura de la época, todavía apegada a la pureza de los años 50. Existían por entonces clausulas de moralidad en los contratos de Hollywood, que sólo a inicios de los 60 dio sus primeros balbuceos hacia la revolución sexual, de la mano de Butterfield 8, El mundo de Suzie Wong, El apartamento…
Medio siglo después, buena parte del éxito de Desayuno con diamantes se debe a que no pocas personas se identifican con el modo en que Holly añora y teme, a la vez, la idea de una relación sentimental verdadera: su mezcla de miedo y coraje, su lucha por conciliar el compromiso y la libertad, aún poseen hoy día poder de evocación.
Breakfast at Tiffany’s pronto cumplirá cincuenta años, aniversario que Electa celebra con uno de esos libros de gran formato postulables como atractivo regalo navideño para cualquier aficionado al cine, no sólo por su cuidada edición y tan nutrido como hermoso aparato iconográfico ( se incluyen facsímiles de cartas, páginas de guión, partitura de ‘Moon River’, bocetos de vestuario, etc.), sino por ofrecer asimismo una copiosa información —como la aquí espigada— expuesta en tres bloques principales: preparativos, rodaje y proyección. Un esmerado tributo a una obra que «es una película de las que ya no se hacen, pero también es un personaje que se mantendrá vivo y actual tanto tiempo como se hagan películas».