Diabolicón
«Cae el Sol y el Diablo entra en mis planes…» (H. Balzac: Le Fraiseur)
Animado por los Stones, con su Simphaty for the devil a modo de banda sonora para El maestro y Margarita, trataba yo de demostrar que los diablos dispersos por el mundo no siempre llevan cuernos y rabo —del mismo modo que los locos tampoco vagan por el mundo tocados con cascabeles, por darle la razón a Schopenhauer— cuando me llegó Diabolicón, de Jorge Ordaz, y me dispuse contento a recibir semejante legión de diablos «superiores y mandamases», «intermedios y de oficios» y «menores y del montón», que así son presentados en el libro.
Una temporada en el infierno (Une seasson en enfer) venía yo padeciendo, solo que ahora, de la mano de Ordaz, el lapso se volvió divertido y didáctico, facilitándome la osadía de perderle el respeto a estos seres de dudosa reputación, perversa compañía y mermada trascendencia. No, hoy las cosas malas que nos ocurren no las trae el Diablo. (Tampoco vamos a descubrir a estas alturas la erudición de este escritor nuestro, Ordaz, que no cesa de obsequiarnos con sus envidiables conocimientos del género que tercie).
» Ordaz consigue con maestría
hacerlos tiernos, familiares, teatrales, inocuos…
Según Borges, en alusión a Dante, el Infierno es ese lugar poblado por fantasmas de Italia y endecasílabos endemoniados. Como si me hallara en un rincón ensoñado de Italia, consumidos los endecasílabos que antiguamente me trasladaban al ámbito avernal, me arrellano pues en la butaca y empiezo a leer con devoción Diabolicón, donde se da noticia no sé si de todos (yo echo en falta a los que cabría encuadrar en la categoría de «diablos literarios», tales como Maldoror, Vóland o el sufrido monje Medardo) o casi todos los diablos que por el mundo deambulan enredando las cosas sin parar.Pero el autor no solo pretende acercarnos diabólicas presencias cuya identidad hoy en día se encuentran al borde del ostracismo —tiempos peligrosamente descreídos—, sino que nos ofrece la oportunidad de jugar con ellos desde la perspectiva familiar de un tuteo abrigador y calmoso —a partir de un apropiado lenguaje neoclásico o con brisas románticas—, porque Ordaz consigue con maestría hacerlos tiernos, familiares, teatrales, inocuos…
» El autor nos introduce en un paralelo del infierno
Curiosamente el mundo demoníaco es una de las temáticas que más se prestan a la interpretación en clave de humor —a tal extremo llega el desprestigio de los seres superiores en estos tiempos de simpleza democrática—, cuando no al basto desdén, al osado desafío o a la irresponsable descreencia. Cuánto se viene a echar de menos la sentencia magistral de Tertuliano que, entre otras pocas elegidas, ha venido guiando mis secretas inclinaciones. Es esta: credo quia absurdum (traducido: creo porque es absurdo)
El Diabolicón de Ordaz, fundamentalmente, apunta en la primera de las direcciones, la desenfadada y no exenta de humor. Como si el autor se tomara a los demonios (a Satanás en sus múltiples metamorfosis, de pompa unas y domésticas otras) un tanto a broma, pero desde el respeto que emana cada una de las entradas de la extensa relación nominal que conforma el libro. No en vano, hacer publicidad de estos personajes hoy en día ya es en sí mismo un gesto a valorar positivamente, una iniciativa propia de un escritor independiente, pues queda claro que no busca el tema «políticamente correcto» o comercialmente más oportuno, sino el desmelenamiento verbal de un trabajo imaginativo y depurado.
No obstante, en el terraplén que uniría las dos direcciones antes señaladas (la del humor o la del desdén) los personajes llegarían a poseer al autor como si de demonios asentados en la sabiduría y la experiencia se trataran; como íncubos que manejaran a ojos cerrados las tuercas refinadas del escritorio. ¿Vendió Ordaz su alma, quiero decir su pluma a alguna maléfica compañía de las tinieblas?…
» Ordaz se encuentra cómodo en los libros perdidos,
las frases irrecuperables y los autores
sospechosamente al margen.
Este Diabolicón está hecho con tan elevada sabiduría y temple que cabría sospechar en la intervención satánica, mas conocedores de la trayectoria y el aplomo creativo del autor, sabemos que no es así; que todo responde al oficio elevado de Ordaz, con cuyo concurso queda claro que el producto no podría ser otro que un libro diabólicamente certero y entretenido. Un manual extemporáneo. Una melancolía inmarchitable. Un guiño socarrón. Las trompetas de Jericó derribando prejuicios de arena. Un aquelarre inocentón. Una feliz compañía…
No sé, según voy leyendo —y descartada la intervención del Maligno— imagino la escritura pacienzuda de este libro con cálamo de ave filipina y tinta de recreo añil, cuyos visos cobrizos me recuerdan las tentativas purgatorias de los llamados al triunfo; es decir, los proscritos en estos tiempos que corren. Proscritos pese a su indiscutible condición de eternidad, como es el caso del Diablo en sus mil y un reflejos. Bienaventurados, de ellos será el reino…
Ordaz nos introduce en un paralelo del infierno —porque no todos los infiernos se presentan con igual paisaje—, y una vez instalados resulta que nos decidimos a pasar una temporada Allí/Aquí. Por eso, la otra noche —siguiendo al poeta-niño francés— yo también senté a la Belleza en mis rodillas, y la injurié. Mis rodillas sostenían un libro-espejo, y lo injurié al verme allí reflejado en un demonio que, a su vez, se viese reflejado en mí. Solo sé que «la belleza es una promesa de felicidad»…, en palabras de Stendhal retocadas por Baudelaire. Acabé reflexionando acerca de la necedad vigente que desprecia sin disimulo a todos los demonios. Qué demonios, a todos los ángeles…
En fin… No sé si Dios existe, pero sé que al Demonio lo llevamos todos dentro.
Conque cayó el sol y el Diablo entró en mis planes de la mano, precisamente, de un escritor que se encuentra cómodo en la erudición, lo recóndito, la magia de las antigüedades, los libros perdidos, las frases irrecuperables y los autores sospechosamente al margen. No me cuesta imaginarlo con su alma dada al diablo a cambio de la excelencia. Como un neoclásico o un romántico en ciernes. Y este Diabolicón se ajusta a las mil maravillas a la natural predisposición creadora del autor. Nadie podría hacerlo mejor. Pase pues, nuestro querido Ordaz, a engrosar la tradición «infernal» en la literatura. A grandes rasgos: Anónimos egipcios, Virgilio, San Agustín, Dante, Goethe, Kadaré, Bernhard…, Ordaz.
Suena el teléfono, lo descuelgo y oigo la voz serena de Mark Knopfler susurrando su Devil baby.
—Jorge, ¿eres tú?…
Fernando Fonseca es escritor