El olor de los elotes, de Manuela Cantón. Por Óscar Calavia. 13/10/2013

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El Olor de los Elotes

 

El olor de los elotes

Un buen título tiene algo de enigma: ¿cómo ese detalle que nadie había tenido en cuenta, que se diluye en la atmósfera y es tan familiar, se convierte primero en el hilo del que se tira para resolver la trama, y después acaba por darle nombre? Es el caso de ese olor de los elotes -las mazorcas de maíz tierno- que se asan en un modesto brasero, un olor que inunda tantas calles y plazas mexicanas, que para un extranjero puede ser un punto demasiado punzante.  Puede decirse, revelándolo todo y no revelando nada, que El olor de los elotes es una intrincada fábula sobre el sacrificio humano. Tomado como lo que es, un tema serio, y no esa carnicería recreativa que ha trivializado el cine: el modo más radical de hacerse otro.
 
» El erotismo está en ese modo
en que un abrazo se superpone a otro
 
La novela llega a él por medio de dos alegorías. Una es la del acto de escribir en sí, como destino o como condena; el escritor como rehén o galeote de algún poder mal definido. Es ese un tema sobre el que los escritores vuelven una y otra vez, a despecho de que, según todas las apariencias, escribir sea un oficio libre y muy deseado: ¿es tanto sacrificio, escribir? Esa pretensión puede fatigar; pero Manuela Cantón le da vida con una metáfora densa. La novela cuenta un secuestro inexplicable, que no se sabe cómo ni por qué ni para qué se ha perpetrado. Mientras amigos y familiares temen por la víctima, esta se ve obligada a escribir, sin saber por qué ni para qué, ni hasta cuándo: también, claro está, teme por sí, y con motivo.
 
» Más que sobre México
es esta una novela en México.
 
 
El otro camino, o la otra alegoría, es la del erotismo, en un sentido fuerte de la palabra. Ese en el que no se podría hablar de consultorio erótico, tienda de artículos eróticos, ni siquiera, tal vez, de literatura erótica. O sea, El olor de los elotes no trata de juegos refinados o exagerados, de dulce libertinaje o de historias picantes, sino de un resplandor muy sombrío bajo el cual los protagonistas se despojan de mucho más que de la ropa. El tramo central de El olor de los elotes se dedica a describirlo y, aunque esté cuajado de instantes en que las metáforas granadas se suman a la mención cruda de los sexos, de sus formas y de sus acciones, en vez de sustituirla, el erotismo no está tanto en ese material expresivo como en el despliegue de la narración. En lugar de enhebrar sobre una línea las relaciones amorosas, estas se desarrollan o estallan a partir de un punto que podría ser escogido al azar. El erotismo está, sobre todo, en ese modo en que un abrazo se superpone a otro: en ondas, cortando y entrelazando. Las relaciones entre los personajes, amigos, hermanos, madres, hijas, amantes o enemigos, no sirven para «arquitectar» un drama, sino para acercarse, mediante ensayos reiterados, a esa
 
» Es la intensidad con que el texto de Manuela
Cantón atraviesa su propia espesura, la que da
a esta novela  ese triunfo extraño de las mejores
 
encrucijada del deseo, la muerte y la fecundidad. Néstor, Anastasia, Malena, Ernesto, Denis, Camelia, Hugo, Sara, Aliseda: los protagonistas son siempre extremos. De vigor, o de sensualidad, o de cicatería, o de desarraigo; y mal que pese a esos caracteres fuertes, hay algo en sus historias que los convierte en impulsos sucesivos de un mismo instinto.
Muchos de ellos escriben, como el personaje principal (está incluido en la propia noción del género «novela» que tantos personajes, a su vez, escriban) y ello siempre es un modo de indagar sobre lo que lleva del acto de escribir, en sí recluso y lineal, al remolino corporal que la narración es capaz de evocar. ¿Por qué una ficción emociona? ¿Cómo lo que se escribe se puede tornar real? ¿Hay alguna divinidad que acepte como ofrenda seres imaginados, en lugar de toros o corderos?
 
» En el cielo cristiano ya sabemos que
no se fornica, pero tampoco se come.
 
Más que sobre México es esta una novela en México. Hay barriadas miserables a ojos vistas y bandas de narcos en la sombra; hay esa convivencia sin afectación del horror y la maravilla; hay la Santa Muerte que hilvana, junto con el olor del maíz, todo el relato. El de la Santa Muerte es en México un culto marginal, a veces asociado con los delincuentes pero no exclusivo de ellos, que tendría mal acomodo en otros países donde Dios parece obligado a ser benigno. Protege de amenazas muy reales, concede lo que sólo se puede pedir en secreto. Es un poco fútil llamarlo «nuevo culto», aunque no haga mucho tiempo que se habla de él. La Santa Muerte es la parte más adusta de un trío de seres inquietantes que la imaginación mexicana ha creado: ella, y Catrina, ese esqueleto presumido y alegre, y la Llorona, esa madre fantasmal y desesperada de cuyas apariciones ya hablaban las crónicas de los conquistadores. Esas mujeres fatales sólo pueden vivir en un país trágico, como esas famosas calaveras de azúcar del Día de los Muertos. Y digo trágico no porque la novela se recree en el exotismo macabro, o porque se ocupe en disertar sobre los excesos de miseria o de violencia. Manuela Cantón conoce México lo suficiente para no caer en la caricatura de un México de canana y metralleta, sombrero y carestía; en su escenario hay libreros, dulzura cotidiana, calles ruidosas, estudiantes, pero eso no le impide ser trágico. Ojalá México fuese un país mucho menos doliente, y en ese caso habría que ver si renunciaba a todos esos símbolos que se complacen en unir lo más vital y lo más letal.
 
» Manuela Cantón conoce México lo suficiente para no caer
en la caricatura de un México de canana y metralleta
 
Puede que no, que las calaveras siguiesen exhibiendo sus dientes, sugiriendo risa y voracidad al mismo tiempo, y siguiesen siendo golosinas; y que el maíz, el alimento del que está hecha la carne como rezaban los viejos cantares indígenas, sea por eso mismo, a su modo, un cuerpo humano. Quién no sabe que alimentarnos para vivir nos convierte por eso mismo en alimento -aunque sea de la propia tierra- y que la tragedia humana se reduce en último término a algo así de simple. En el cielo cristiano ya sabemos que no se fornica, pero tampoco se come. Lo trágico no es algo que la sensatez o las buenas políticas públicas puedan eliminar, aunque les guste ganar méritos ocultándolo. Es ese posible amor por ese «hombre que es todos los hombres y que está en el banquillo en nuestro lugar hasta que a nosotros nos llegue la hora y tengamos que ocupar su puesto», como dice un acertado epígrafe, tomado de McCarthy, uno de los autores favoritos —más de una vez se le cita en el libro— de la autora. El sentimiento trágico puede ser incluso feliz, y por eso mismo «erótico» no debe ser incompatible con «sagrado».
Las ocupaciones profanas no siempre son relevantes para entender a un escritor, pero el caso es que Manuela Cantón —profesora en un departamento de Antropología— ha investigado y escrito mucho sobre religión, y lo ha hecho con una sobriedad metódica y ajena a todo sensacionalismo. En cierto sentido es ahora, en la ficción, donde queriendo o no sigue esa reflexión hasta sus últimas consecuencias, que no pueden compendiarse en un abstract. El pecado inicial de su protagonista consiste precisamente en querer estudiar, reducir a razón, una devoción que se ha inventado huyendo de la razón (que, reconozcámoslo, para poco sirve en algunos tiempos y lugares). Pero él lo comete ya provisto de una conciencia alerta. Así dice, no mucho antes de que se inicie su aventura: «mi percepción de lo que me ocurre aquí y ahora nunca es pura. Viene precedida, acompañada y seguida de un cortejo de emociones emboscadas que se multiplican como espejos enfrentados, imparables encadenamientos de visiones siempre caprichosas, jirones de recuerdos próximos o remotos, míos o acaso de otro».
 
» al lector le cabe descubrir quién narra y quién es narrado.
 
El olor de los elotes es una primera novela, que no se ha refugiado en esos géneros más seguros de la reminiscencia, el testimonio generacional, la evocación personal o histórica. En lugar de eso, se ha dirigido resolutamente a grandes obsesiones de la literatura. He hablado de dos de ellas. Otra, a la que ya he aludido indirectamente, es esa que quizás haya fundado el género: la ficción dentro de la ficción, o el escribir como un espejo que captura a quien escribe y a quien lee. La narración se pliega varias veces sobre sí misma y al lector le cabe descubrir quién narra y quién es narrado. Pero creo que no es ese juego tantas veces bien jugado, sino la intensidad con que el texto de Manuela Cantón atraviesa su propia espesura, la que da a esta novela ese triunfo extraño de las mejores: el de hacer creer que lo que cuenta, por inaudito que sea, es autobiografía; o, aún más, que al leerlo se convierta, al menos por unos instantes, en la autobiografía de quien la lee.
 
Óscar Calavia es escritor y profesor de antropología en la Universidade Federal de Santa Catarina. Tiene en su haber el Premio Tigre Juan de novela, por Las botellas del señor Klein.
Más información en http://cafekabul.blogspot.com.es/

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