En los últimos tiempos –que además puede que sean, literalmente, “los últimos tiempos”, según dicen por ahí…-, el aficionado a la literatura de horror, de terror o de miedo (como demonios queramos llamarla. En definitiva, la literatura que asusta), se ven obligados a bregar con un montón de morralla llena de zombis, muertos vivientes de distinta catadura, vampiros sentimentales, psicópatas bienintencionados, y fábulas apocalípticas que, finalmente, se desvía tanto del género (o géneros), que difícilmente puede considerarse en puridad novela de terror. En ella, lo que asusta ya no es su contenido, sino su continente: un formato a la moda, fabricado con el mismo amor y cariño que una hamburguesa de a un euro en una cadena de comida rápida. Desde luego, hay excepciones, pero aunque se trate a menudo de buenas novelas o sagas, desde el punto de vista narrativo, suele tratarse también de mezclas de ingredientes tan variados –aventura supervivencialista, culebrón psicológico, ciencia ficción catastrofista, fantasía heroica, anticipación bélica, narrativa romántica, etc., etc.- que, en la mayoría de las ocasiones, tampoco nos encontramos ante obras que pretendan, sobre todo y ante todo, asustar. Que es de lo que se trata, desde luego.
Por eso quizá sea conveniente de vez en cuando abrir un agujero de gusano en esta realidad editorial tan abisal y adocenada, para mostrar al aficionado al género un genuino túnel del terror. Uno de esos pasadizos de feria donde lo que de verdad importa es pasarlo bien… pasándolo mal, claro. Pero, obviamente, con estilo, calidad y primor artesanal por el susto bien dado. Por saber meter el miedo, el verdadero, en el cuerpo del lector. Y ello, sin recurrir a tópicos baratos al uso, a personajes de moda como zombis, vampiros u hombres lobo, que de tanto frecuentar las páginas de best-sellers y cómics, por no hablar de películas y teleseries, han perdido prácticamente capacidad alguna para despertar un mínimo escalofrío convincente de pavor en el lector con algo de experiencia. Y de buen gusto.
Subamos, pues, a un tren de la bruja que atraviesa las mesas de novedades recientes, parando sólo en aquellas estaciones que merecen la pena de verdad. Esas en las que uno puede detenerse para sentir, al hilo de una buena historia, el genuino temblor del miedo. Cósmico a veces. Básico en otras ocasiones. Psicológico y humano, demasiado humano. O metafísico y sobrenatural. Pero siempre inquietante y perturbador, capaz de llevarnos hasta la experiencia límite de perder nuestra cordura… Pero solo unos instantes y con pleno disfrute y complicidad. Este es un viaje con billete de vuelta. Casi siempre.
La primera parada que propongo es, precisamente, un clásico entre los clásicos, largo tiempo olvidado. El Rey de Amarillo. Relatos macabros y terroríficos (Valdemar), de Robert W. Chambers (1863-1933), recopila los principales cuentos de horror escritos por este injustamente menospreciado autor popular americano, que abandonaría desgraciadamente el género fantástico y de terror para consagrarse a la literatura romántica e histórica, para desdicha de los amantes del género. Admirado y reverenciado por el mismísimo Lovecraft –que utilizaría con notable aprovechamiento varias de sus ideas y hallazgos-, Chambers crea en estos relatos una mitología propia y personal (si bien derivada voluntariamente en parte también del mundo de Ambrose Bierce, otro de los grandes), en la que domina y predomina la creación de un libro imaginario, una obra de teatro maldita, conocida como El Rey de Amarillo, la lectura de cuyo segundo acto conduce indefectiblemente a la locura, la tragedia y la muerte. Este libro fantástico y terrible, que aparece en relatos como “El Reparador de Reputaciones”, “La máscara” y, especialmente, en el magistral “El Signo Amarillo”, no es solo precedente obvio del Necronomicón lovecraftiano, sino también de los volúmenes asesinos de Leo Perutz –El Maestro del Juicio Final– o Umberto Eco –El Nombre de la Rosa-, y redondea con su ominosa presencia la magistral capacidad de Chambers para evocar temores y horrores oblicuos, que nunca se aclaran del todo, en los que prima la insinuación, la atmósfera, por encima de explicaciones o argumentos racionales e inteligibles. Partiendo de presupuestos presentes en maestros anteriores como Poe o el citado Bierce, pero aderezados con la pose decadente, perversa y malditista del simbolismo decadentista que el autor conoció en el París bohemio de 1890, los mejores relatos de Chambers, como el citado “El Signo Amarillo”, “El Pasaje del Dragón” o “El Creador de Lunas”, se anticipan tanto a los cósmicos horrores inhumanos de Lovecraft, como también a las atmósferas malsanas y esotéricas de Meyrink, al Surrealismo más inquietante y al absurdo pánico de Kafka, Topor o Ligotti.
Para librarnos de las sugerentes obsesiones, nunca del todo mostradas, y de los ambiguos espacios que habitan los personajes de Chambers, entre la realidad y el sueño, en esas estrechas fisuras que se abren entre cordura y demencia, y acechan también, a veces, en los espacios blancos entre las líneas mismas de sus frases, nada mejor que una refrescante ducha de genuina pulp fiction: El Valle de los Dioses Gigantes, y otras historias de la era pulp (La Biblioteca del laberinto), de E. Hoffman Price (1898-1988).
En primer lugar, aclarar que no todos los relatos reunidos en este apetitoso volumen preparado y excepcionalmente presentado por el experto Óscar Mariscal, son en absoluto de miedo, antes de que algún aficionado se me eche al cuello, tras la implacable introducción a este pasaje del terror. Hoffman Price, amigo personal de Lovecraft, Howard y el resto de los grandes nombres de la época dorada del pulp americano, marcados por el reinado de Weird Tales, cultivó, como muchos de sus coetáneos, todos los género posibles (y algunos imposibles). De ello ofrece muestra esta antología, donde podemos encontrar historias del Oeste (“El fin de una deuda de sangre”), de aventuras orientales (“El Valle de los Dioses Gigantes”, típico ejemplo del género depredado décadas después por Spielberg y Lucas para su Indiana Jones), etc. Pero, en cualquier caso, los mejores de entre todos los relatos incluidos aquí son, sin duda, aquellos que se inscriben en el género de horror, dentro de esa especialidad tan fascinante –al menos para el que suscribe-, que se ha dado en calificar como “ficción ocultista”, ya que juega con profundos conocimientos de la Tradición esotérica, la Teosofía, la mística y el Ocultismo, puestos al servicio de una intriga de misterio y suspense. “La esfinge gris” y “Las catacumbas de la locura”, son buenos ejemplos de ese minigénero del “detective ocultista”, que también practicaran autores como William Hope Hodgson, Algernon Blackwood o Seab
ury Quinn, y que tiene en series de televisión como Expediente X, Sobrenatural o Grimm, entre otras muchas, su directa descendencia. Todo ello, sin olvidar ejemplos más escalofriantes y esotéricos, dotados de una extraña poética personal, que se abre paso a través del aroma pulp de sus páginas, como “El forastero de Kurdistán” y “Manos pálidas”, o una divertida historia de… ¡zombis!: “Los muertos vivientes”, aunque esta vez, afortunadamente, se trate de genuinos zombis en la vieja tradición haitiana y sureña de filmes como “Yo anduve con un zombie” o “La legión de los muertos sin alma”.
Nuestra nueva estación es mucho más cercana en el tiempo, pero tiene la extraña virtud de hallarse muy próxima a los mismos espacios de horror y ocultismo que presiden las obras de viejos maestros como Chambers o Hoffman Price. Adam Nevill es el más reciente talento del terror inglés, alumno aventajado de Ramsey Campbell, de quien toma prestado su Londres post-industrial, decadente, degradado y maligno, pero con un ojo puesto, y bien, en la tradición de Machen, Blackwood, M. R. James o Lovecraft. Apartamento 16 (Minotauro), es una excelente novela de “lugar maldito” (bad place, que dicen los anglosajones), a la que quizá le sobran algunas páginas, pero que sin duda destaca por derecho propio entre la maraña de zombis caníbales, psicópatas con traumas infantiles y familias disfuncionales, niño incluido, que deben luchar contra el Mal para reencontrar su camino. Por el contrario, la inquietante novela de Nevill se desarrolla a dos voces –una ingenua y desprevenida, otra atormentada y abducida. Las dos, víctimas inocentes de un mal inasequible a la muerte-, en el escenario contemporáneo de un edificio de apartamentos londinense, atrapado en la pesadilla más allá del tiempo y el espacio de uno de sus antiguos inquilinos, el pintor maldito Felix Hessen. Para crear la personalidad, apenas entrevista pero arrolladora, de este singular personaje, simpatizante del nazismo, visionario maldito y demoníaco, que juega con las fuerzas oscuras para conquistar un arte capaz de superar a la vida y a la muerte, Nevill maneja con soltura e ingenio las figuras y caracteres de artistas reales como Francis Bacon, Georges Grosz y, especialmente, el vorticista inglés Wyndham Lewis, sin olvidar la apropiada e inevitable cita al gran Aleister Crowley, el Mago más importante e influyente del siglo XX, conocido como “el hombre más malvado de Inglaterra” en su día. Aparte de esta saludable ducha de cultura moderna oculta y ocultista, Nevill tiene el acierto –que nos recuerda al Chambers de El Rey de Amarillo– de abundar más en lo sugerido que en lo mostrado, en lo entrevisto que en lo evidente. Sus atmósferas urbanas grotescas y retorcidas, sus espectros atrapados en un espacio sin espacio, que no se corresponde con concepción alguna al uso del infierno o el más allá, funcionan perfectamente gracias al poder de la elipsis y la ambigüedad, demostrando de nuevo que el Miedo, el de verdad, con M mayúscula, tiene más que ver con lo inexplicado que con lo inexplicable. La bendita ausencia de familias disfuncionales, traumas infantiles, abusos de menores, escritores alcohólicos, pasados atormentados, fantasmas en busca de redención, heroínas sofisticadas, redención, triunfo del amor y romance sobrenatural, hacen de Apartamento 16 una experiencia de lo más agradecida para el aficionado al genuino terror y la fantasía oscura, en vena esotérica, surrealista, y con un final en absoluto convencional o complaciente. Bienvenido seas, Adam Nevill.
Nuestra última parada de este tren de la bruja, por el momento (o sea, mejor decir “nuestra penúltima parada”, como medida preventiva para el posible no-fin del mundo), tiene regusto menos fantástico, nada sobrenatural, pero igualmente asustante. El experimento (Booket) es la última novela publicada en nuestro país del alemán Sebastian Fitzek, saludado como el nuevo talento del thriller psicológico internacional. Psicológico no sólo –que también- en el sentido de que sus tramas se preocupan especialmente por indagar en las relaciones y procesos psicológicos de sus personajes, atrapados en retorcidas intrigas de crimen y muerte, sino muy particularmente por el hecho de que estos son siempre o casi siempre psiquiatras, psicólogos… Y psicópatas, claro. El miedo, a pesar de las teorías –no por ello menos interesantes y válidas en muchos aspectos- de precisamente ciertos psicoanalistas y estudiosos de la mente humana como Freud, Todorov o López Ibor, no sólo tiene raíces en la intrusión de lo imposible en la vida cotidiana, sino también en el hecho inverso de que el mal, el horror, sean mero producto de la vida cotidiana. De la propia realidad. Esta es la lección que numerosos autores de novela policíaca han aprendido desde hace mucho, y por lo que sus obras están a menudo tan dentro de la narrativa criminal como del género de puro horror –desde clásicos como Frederic Brown, Bruno Fisher o Robert Bloch, hasta figuras modernas como James Ellroy, Thomas Harris, Jonathan Kellerman y tantas otras-, que es precisamente lo que ocurre con El experimento. Fitzek se mueve entre la tradición del krimi clásico, llena de trucos retorcidos, vueltas de tuerca inesperadas y rompecabezas improbables, y la estética y el espíritu del cine de terror contemporáneo, –sombras de La noche de Halloween y hasta de Saw-, a lo largo de una intriga que se transforma también en juego intertextual con el lector, muy al modo posmodernista, enriqueciendo su desarrollo con artificios literarios e intelectuales sorprendentes y bien elaborados.
Fitzek, sin ocultar su admiración por maestros anglosajones tan variados como Hitchcock –Recuerda, Psicosis…- o el propio Stephen King, posee también, afortunadamente, un aroma netamente europeo y característicamente germano, que, en sus extremos más delirantes y barrocos, puede recordar a los filmes del Dr. Mabuse, pero no solo a los dirigidos por el gran Fritz Lang, sino también a los de Harald Reinl o Jesús Franco, o a la serie de krimis cinematográficos inspirados en las obras de Edgar Wallace, que tan populares fueron en la Alemania de los años 50 y 60. Amnesia, psicopatía, hipnosis profunda, control de la personalidad, experimentos científicos, identidades ocultas, venganza al estilo Dr. Phibes, y un escenario clásico, gótico y claustrofóbico, el de un aislado sanatorio psiquiátrico rural rodeado por la nieve, dotan a esta curiosa y simpática novela de genuina atmósfera terrorífica, demostrando que el verdadero pasaje del terror, el que más mied
o da, es siempre, en última instancia, la propia mente humana.