El síndrome Kalashnikov, de Natalia Menéndez. Por Javier Lasheras. 14/01/2013

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El síndrome Kalashnikov.
Natalia Menéndez
Trabe, Uviéu, 2012.
 
 
 
Por Javier Lasheras.
 
Lo primero que destaca en este nuevo libro de Natalia Menéndez (Avilés, 1973) es su título, pues remite de inmediato a uno de los más valorados fusiles de asalto, si no el que más, creado por el coronel ruso Mijail Kalashnikov. Y como el tema general del libro va de combates, de los combates públicos y privados ante los que a diario debemos hacer frente, será de justicia afirmar que el título es tan preciso como acertado. Al menos en las distancias cortas.
 
 
» Toda pérdida de la compostura implica un desacato,
un descaro o un desacuerdo y, al fin, una valiente impostura.
 
El libro consta de 43 poemas. El primero, Irreverencia, es un breve que proclama una idea de rebeldía íntima o revelación que se desea expresar a los demás y que se anticipa a manera de lema de la casa antes de adentrarnos en las cuatro partes del edificio restantes: El síndrome Kalashnikov, Cartografía del frente, Zonas comunes y Epílogo. No en vano se emplea la expresión «perder la compostura» que habla por sí misma y que podría imbricarse en la condición o la poética del fingimiento de Fernando Pessoa, en tanto que toda pérdida de la compostura implica un desacato, un descaro o un desacuerdo y, al fin, una valiente impostura. Una impostura, un aviso, una irreverencia y una rebeldía que el sujeto poético sueña y desea compartir con el lector.

Ciertamente, Natalia Menéndez ha conseguido con este libro alcanzar una línea de expresión reconocible y ya vislumbrada en poemas de libros anteriores. Una línea que ahora ha emergido a la superficie sobre todo si atendemos a los poemas de mayor extensión, manifestando un tono coloquial ajustado, sin derivas en exceso narrativas, cincelando el verso para que la palabra poética no pierda su función. A este grupo pertenecen, entre otros, poemas como «Arder» (Aquí ardían siempre las calles y / crujían las hojas bajo las suelas / encendidas de los zapatos.); «Grietas I» (Y, ahora, la memoria es tan sólo una grieta, / y nosotros somos otros, un proyecto fallido, / acomodados cadáveres de aquellos sueños.); «Grietas II» (Si alguien viene a buscarme / que lea las cicatrices que dejé / en cada página escrita.); «Crudo invierno» (Que digan lo que quieran de nosotros / porque a pesar de la humedad de la costa, / a pesar del hielo, yo estoy decidida a incendiarme / … / a que estalle en mil pedazos mi cuerpo, / … ); «Aves de paso» (Los hoteles de Europa conservan nuestras huellas, / reproducen nuestros miedos, / y tras el regreso ya no somos los mismos.).

 » Natalia Menéndez ha logrado con este libro una línea de expresión reconocible y ya vislumbrada en libros anteriores.

Parece que la autora ha utilizado en general una versificación menor para poemas más breves y son estos los que pueden llegar a resultar más herméticos, oscuros o áridos como son los titulados Selva, Rojo, Destellos o Telón. Sin embargo, se compensan con la levedad de otros o el resplandor de algunos Instantes cuando Natalia Menéndez escribe: «No sé si aprendimos algo / cuando llegó la noche, / pero en cada fotografía / que guardo / se revela un mundo.»

Y dentro de este mundo revelado por la autora cobra una especial preeminencia la selección de un léxico que representan dos líneas simbólicas. Una aparece como un goteo sutil: es ese muro, esa piedra, la roca, al fin las ruinas de metal y de palabras. Otra surge como una ráfaga incesante y sirve para imprimir en el lector esa idea de que la vida —la pública y la privada— está llena de combates a veces menesterosos y a veces aterradores, pero de los que nunca se sale indemne. La guerra, la herida, el combate, las balas, el incendio, las cicatrices, la derrota sólo son las palabras que brotan del fusil de asalto que Menéndez cuelga al hombro o porta entre sus manos, pero que nunca deja abandonado. Un fusil que apenas guarda silencio. A veces, entre bala y bala, con un tono de melancólica sensualidad y otras, entre palabra y palabra, con una inquietante nostalgia como en el poema La vuelta a casa cuando dice «Lo que esconde este poema acaricia la niebla / y la piel no compartida.»  

Al fin, es de agradecer que este libro esté escrito con músculo y con cabeza, llegando a alcanzar notas de belleza en sus momentos más excitados y paroxísticos, un libro que toma partido de manera inteligente por el combate y la lucha como forma de entender esa construcción / deconstrucción que es la vida, pero a través de un uso cuidado tanto del lenguaje (por cierto, dicho sea de paso, también hay poéticas a lo largo del libro que encuentran su cenit en el logrado  Al amanecer, la poesía estaba de mi parte) como de la imaginería y que empasta bien con el mensaje, mostrando así un sabio alejamiento tanto de las improvisaciones y las pulsiones de la inmediatez como de los vacíos afinadores y obispos de la poesía del crucigrama.

El AK-47, el kaláshnikov, es un fusil que apenas se encasquilla y es famoso por su seguridad en diferentes condiciones climáticas. Puestos a ponerle alguna pega, dicen los entendidos, parece que le falta algo de precisión en las distancias largas. Bueno, nadie es perfecto y, además, conociendo el ingenio ruso, no será muy difícil que en el futuro se mejore todavía más. Pero supongo que Natalia Menéndez esto ya lo sabe. El futuro, hoy por hoy, es un lugar tan inhóspito como el presente. Así pues leamos y disfrutemos este libro y ya veremos lo que el tiempo le depara.

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