EL VIAJERO ALQUIMISTA

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Por Lorenzo Ariza

Hace unos días acabé de leer EL TURISTA PERPLEJO de Ernesto Colsa, “libro de viajes” publicado en la Editorial Pez de Plata. El título se me antoja engañoso, porque a mí me parecen las memorias de un viajero disfrazado de turista, lo que va en contra, según he podido contrastar en las redes, de la opinión del propio autor (en quien sin duda habita un alma viajera), empeñado en desmitificar los viajes y a sus actores. Bueno, allá él.

Lo he pasado bomba, y no es un decir. No esperaba que así fuera, pues no soy aficionado a este género, y menos aún al relato documentalista. Pero Ernesto Colsa, acreedor de ambas virtudes, ha conseguido captarme poco a poco, y página a página se me iba revelando el sutil mensaje que tales virtudes escondían: me adentraba, llevado por un humor contenido y sagaz, en El Viaje a Ninguna Parte, El Viaje Interior, Existencial, el único que en verdad me interesa.

EL TURISTA PERPLEJO es la epopeya de un descreído. El autor inicia sus expediciones, cinco en este libro, con la consigna de no informarse sobre los lugares de destino, buscando aquéllos no catalogados y no frecuentados, sin interés turístico, lugares a los que no son aplicables reclamos comerciales. Esta cuestión me pareció atractiva, aunque no definitiva, pero afronté la lectura y di con un texto rico, impecable, bien escrito, por lo que irremediablemente me vi embarcado en la gesta.

En adelante asistiría a veces hilarante, otras catártico, al deambular del autor. Las delirantes tribulaciones previas a los viajes, los colapsos sufridos a la llegada (hacer en coche dos mil quinientos kilómetros -1996, recién acabada la Guerra de los Balcanes- partiendo de Asturias hasta la frontera albanesa, y no poder entrar en el país por razones por completo prosaicas), pero sobre todo, el zambullirse del viajero, por ejemplo, en la desolación de Chisinau, en una población perdida en la Transnistria moldava, en gélidos lugares donde no hay nada que hacer (con suerte encontrar un bar donde cocerse) ni ver, excepto avenidas nocturnas, vacías y deslucidas y vallas publicitarias, desamparados bloques de hormigón de la era soviética, planicies desérticas por las que el coche avanza hasta la extenuación, llegando por fin a la famosa Roca Uluru (magnífico el capítulo australiano, mi favorito) donde el autor experimenta una suerte de epifanía contemplativa…

Y he aquí, para mí, el gran atractivo de estos “relatos”, pues en mi opinión tienen carácter de tales: el viajero tranquilo (no siempre, claro) que parte en busca de su íntima mitología (viajes que siempre, desde niño o jovencito, había querido hacer) y que encuentre lo que encuentre acaba saboreando, muchas veces en condiciones lamentables, miserables, absurdas (confinado en un hotel de Pionyang durante un día entero a causa de un soponcio que por suerte lo libra de la “visita a la fábrica de tapones de corcho”), porque de pronto sufre una transmutación, y así todo acaba recomponiéndose antes o después, para su goce, para conectar (paisajes y situaciones) con ese espíritu infantil o juvenil de los tiempos en los que esos lugares eran pura quimera. ¿Cómo es posible que de lo más trivial, falto de interés a todas luces (paisajes, insustanciales interiores, situaciones intrascendentes, museos locales de fruslerías, objetos turísticos cutres, tipos como cualquier tipo, costumbres del lugar) el autor acabe, en un riguroso, complejo, admirable ejercicio narrativo y descriptivo, por imbuirnos en una maravillosa aventura que por lo demás muchos de nosotros no emprenderíamos jamás? He aquí el proceso alquímico del viaje y el texto, con efectos mágicos en el autor y en su lector.

Desconocedor de esta literatura, no sé si la de Ernesto Colsa es dentro del género una novedosa propuesta. He llegado a pensar en el viajero romántico, aquel que transitaba por regiones apartadas, ruinosas, nocturnas. Él lo hace, sin aparente propósito y con inteligente humor (aunque nunca solo, al contrario que los románticos o que Peter Handke). Aquello que acontece en sus expediciones es ni más ni menos lo de todos los días, pero concentrado, desbriznado y finalmente transmutado en la aventura. Uno puede viajar sin moverse de la silla o lo puede hacer contra todo pronóstico, no para filmar un exótico o raro documental (no hay ni siquiera rareza en EL TURISTA PERPLEJO), ni para jugarse la vida en solidaridad, sino imbuyéndose en la incomodidad, la incerteza, el extravío, el tiempo sobrante y perdido para por fin, abracadabra, extraer de todo ello el prodigio.

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