Sergio González Rodríguez
El vuelo
Mondadori, México, 2008.
Es de sobra conocido que el nombre de Sergio González aparece en la novela 2666 de Roberto Bolaño. Bueno, a lo mejor no tan conocido y sólo por eso ya es bueno mencionarlo. Y no sólo aparece el nombre sino también su profesión y una parte real e irónica de la realidad de este periodista y escritor del DF. En ella, Bolaño hace un retrato muy cuidado de cómo este profesional se enfrenta a ese México desgraciadamente tópico en el que tanto las cosas como los casos nunca se cierran del todo: los crímenes de El Penitente y de muchachas en la frontera con Estados Unidos. Pero digámoslo ya. Sergio González es el conocido autor de Huesos en el desierto, una espeluznante crónica escrita de forma impecable que nos traslada al terror y nos muestra el mal en su estado esencial, sin concesiones al estilo, interpretaciones rocambolescas ni sucedáneos o burlas narrativas. Y si comentamos esto es porque González conoce muy bien, debido a su formación y su trabajo cotidiano, que esos crímenes no son la muesca macabra de un asesino en serie. Su autor sabe que por debajo de ello corre el caudal espeso pero veloz como un Ferrari de una sociedad corrompida por una epidemia social que tiene sus raíces en el narcotráfico y la industria del maquillaje. O en último caso, en el poder. Y el poder allí es, cuando menos, tentacular, subterráneo y demasiadas veces invisible.
En el caso de la última obra de Sergio González, El vuelo, estamos ante la constructio novelada de otra crónica que antecede en muchos años a los sucesos de Ciudad Juárez, y que no es otra que la historia, en los años en que el DF se expandía, del comercio ilegal de estupefacientes.
En El vuelo, la cocaína aparece como objeto que amalgama y reduce a la herrumbre moral tanto a prostitutas, mesalinas y mujeres de variado pelaje como a toxicómanos, artistas y bohemia frustrada, tanto a periodistas y gacetilleros de tres al cuarto como a políticos, hombres de negocios, mafiosos y criminales de bajos o altos vuelos.
Estamos en 1960, cuando el satélite Sputnik ya había circunnavegado la Tierra y pronto el Muro de Berlín iba a apuntalar la Guerra Fría. Y es cuando Rafael Asunción Vizcaya, el protagonista de la novela, aparece como un superviviente que se gana la vida con la compra y venta de cocaína. Éste entrará a trabajar al servicio de El Señor y los 12 apóstoles, por mediación de otros dos personajes centrales, Lamberto, alias El Profeta y El Capitán, un ex militar y ex capitán de policía. Junto a ellos, la amante de Rafael Asunción Vizcaya, la rubia Andrea Barón, muy apreciada por El Señor.
No desvelaré la trama si cuento que el trabajo del protagonista consistirá en viajar una y otra vez hasta Panamá para comprar la droga y traerla hasta México DF. Sin embargo, de camino a Panamá algo le sucede a Rafael Asunción: se despierta y tiene “la sensación de un tiempo perdido”. Y aunque en su regreso siempre tiene consigo la cocaína, jamás recuerda cómo la ha conseguido. Dos veces le sucede lo mismo hasta que en la tercera ocasión le tienden una trampa, simulan asesinarle y le perdonan la vida. Con todo, el asunto principal de este tercer viaje será que en lugar de aparecer con la cocaína, Rafael sólo tiene en su haber paquetes de bicarbonato de sodio, un clásico remedio para el estómago con muy escaso valor en el mercado. Y por si esto no fuera poco, le asaltan los recuerdos de una mujer que le habla y que quiere saber cómo se aprenden los sentimientos, así como su propia visión de niño —por cierto, un tanto esquizofrénica, a lo San Agustín quiero decir, ya saben: “Yo soy yo y estoy en cada uno de los dos por completo”—, todo ello mezclado con imágenes terribles y extrañas. Es decir, la realidad del narcotráfico entreverado con los delirios y visiones de Rafael Asunción, una mezcla que junto con las historias secundarias de la obra, componen un fresco narrativo de notable factura para entender siquiera algo del pasado y del actual México DF. Prueba de ello son los párrafos dedicados al barrio de La Merced, el carnaval nocturno en el burdel de doña Greca, las relaciones con marselleses y norteamericanos o la brujería desplegada por doña Refugio así como el alegato sobre la humildad o la visión de la miseria en Panamá de la mano de El Mulato.
Pero todo este material no estaría resuelto de forma eficaz sin la asistencia de las herramientas técnicas que Sergio González pone a disposición de la historia. Frases certeras como balas en la frente, cortas como un segundo y rápidas como “el vuelo vertiginoso que deja atrás el peso del mundo” se suceden a lo largo de estas 161 páginas que podríamos apuntarlas dentro de una heterodoxia narrativa cercana al post-minimalismo. Capítulos cortos que van fundiéndose en el relato casi cinematográfico sin que por ello la narración se resienta, como si Sergio Rodríguez no olvidara en ningún momento que el terreno elegido es la novela.
Una historia tramada a base de elipsis dislocadas y de una economía sintáctica digna de elogio que aunque en apariencia no facilita del todo la lectura, sí que la convierte en eléctrica como un tiro de coca o lentamente brutal como una puñalada en el estómago, según el interés con el que el narrador omni
sciente desee envolver cada peripecia argumental. Y junto a ello, diálogos sustanciosos que nos ofrecen unas voces singulares o convincentes, como la de Andrea Barón, y momentos en que la página alcanza sin recursos florentinos la eficacia buscada: “Al fin comprendió que vivía en un presente cíclico que cada vez más se desligaba de su pasado y su porvenir: las líneas causales se anulaban a sí mismas y sólo le acuciaba el deseo de supervivencia. Lo inmediato, la escasez de una razón que no fuera utilitaria le convertían en un adicto análogo a los que proveía de cocaína. Pero su toxicomanía era el minuto que se agotaba en la nada”.
sciente desee envolver cada peripecia argumental. Y junto a ello, diálogos sustanciosos que nos ofrecen unas voces singulares o convincentes, como la de Andrea Barón, y momentos en que la página alcanza sin recursos florentinos la eficacia buscada: “Al fin comprendió que vivía en un presente cíclico que cada vez más se desligaba de su pasado y su porvenir: las líneas causales se anulaban a sí mismas y sólo le acuciaba el deseo de supervivencia. Lo inmediato, la escasez de una razón que no fuera utilitaria le convertían en un adicto análogo a los que proveía de cocaína. Pero su toxicomanía era el minuto que se agotaba en la nada”.
Al fin, una novela en la que se vuelve a desvelar como una pesadilla ese espíritu de los mexicanos en donde perder es igual que morir y en donde a veces también ganar es igual que morir. Es decir, un lugar en el que hay que seguir luchando contra la locura permanente no ya sólo de la alta criminalidad sino de la inexplicable impunidad con el único fin de no abocarnos a la realidad de esas palabras de Rafael Asunción Vizcaya: “Olvidar: ésta sería la clave contra la locura. El olvido como causa, efecto, salvación, se dijo a sí mismo. Olvidar”.
Una obra que haciendo honor al título, levanta el vuelo desde el inicio y nos invita a que cada uno aterrice, si puede, en una realidad que, tras el punto de la última página, ya no es la misma.