Historia de una anatomía.
Francisca Aguirre.
Premio Internacional Miguel Hernández – Comunidad Valenciana.
Hiperión. Madrid, 2010.
Desde la antigüedad —cuando se observaba con tanta atención los movimientos y expresiones de los jóvenes—, se han dado muchos pasos para lograr entender nuestro cuerpo. Seguro que se darán más, sobre todo si tenemos en cuenta las ventanas que abren las nuevas tecnologías. Pero antes, uno de los avances fundamentales en la ciencia de la anatomía humana fue el reconocimiento de la función, que unida a la descripción tradicional, posibilitó a los galenos un mejor conocimiento del cuerpo humano: tanto en su conjunto como en cada sistema, aparatos y órganos que lo componen. A toda esta historia y a sus descubridores, se suma ahora Francisca Aguirre (Alicante, 1930). Y lo hace desde la perspectiva del paciente, sin más recursos que la mirada, la experiencia y la palabra. Bueno, también con un punto de ironía que le queda muy bien al traje con el que ha vestido estos poemas intitulados Historia de una anatomía. Un relato poético, y también un expediente singular, lleno de gracia (dicho sea con el esplendor de sus muchas acepciones y con todo mi respeto y cuidado), pues consiste en la vivisección emocional de la propia narradora.
Diré, por tanto y con urgencia, que cada poema es un corte en carne viva, con su sangre y humores, sus esperanzas y certezas, sus risas y alegrías. Pero todos convenientemente tamizados por el poso y el reposo y, sobre todo, por una mirada que aporta una lección de piedad y tolerancia.
Esta perspectiva ya debe advertir al lector de que sólo es un visitante de paso por un lugar en el que el pudor no debe ser tenido en cuenta (absténganse hipocondriacos y pesimistas en general) y en el que el mundo privado, interno, no reside sólo en los tegumentos visibles, sino en una serie de variaciones (léase poemas) con sus capas, niveles y estratos que se suceden bien integrados y no expuestos de cualquier manera —cuando no tirados—, como en ocasiones vemos en otros libros. Es decir, la poeta aplica un método que le sirve para no desentenderse en ningún instante de cada una de sus disecciones. Tal vez por esto logra trasladarnos el difícil reto al que ha sometido su escritura.
Ahondemos. Historia de una anatomía reposa todo su peso en una constructio moral. Y esta viga maestra tiene, entre otros, un ascendiente ilustre: Antonio Machado. Así, no resultará extraño al lector avezado que la autora lo mencione en alguna que otra ocasión y que empiece (pág. 11) y acabe el libro (pág. 82) con el sevillano. Construcción que está ejecutada con la mirada de quien ya se conoce al dedillo su propia historia, su propia genealogía y hasta su propia geología. Una mirada artera acerca de los fundamentos, orígenes y consecuencias emocionales de muchas de las partes que nos componen: cabeza, manos, boca, pelo, hombros… sí, claro, pero no sólo. También es la historia de un temblor acumulado durante los años, una herida en la memoria y un dolor pasado que la poeta ha sabido encajar a lo largo de su dilatada trayectoria, vital y literaria. Así, Radiografía es un poema estupendo, una introducción in crescendo bien rematada, aligerado con una pizca de ironía y reconocible para todos; En algún sitio de este cuerpo apunta a las heridas y al dolor como si fueran otros, esos vecinos o familiares incómodos a los que hay que soportar y, qué remedio, saber llevar; Una mala disposición, Digestiones difíciles o La voluntad apuntan a cómo el compromiso con la justicia y la sociedad suponen un impacto que el cuerpo acaba pagando; La llamada de un rastro señala y celebra el milagro de la vida; Las lágrimas dibujan la idea del consuelo y su necesidad; y en torno a casi todos los poemas una pregunta que no dejará de latir en nuestras sienes: ¿qué es realmente nuestro cuerpo?
Para responder a esta última cuestión, será aconsejable avanzar en la lectura y escuchar esa recolección de datos personales, esa exploración que, como en una anastomosis, une y da sentido a la historia clínica de la paciente. Anamnesis, la segunda parte del libro, aporta al conjunto —con la debida anuencia de Franz Kafka— la musculatura necesaria para que el caudal de la primera parte no se desboque. De esta forma, con su declaración, con sus datos, sabemos que el siglo XX , cambalache, problemático y febril como escribió Enrique Santos Discépolo, ha sido su cuna; su padre —en concreto su presencia y sobre todo su ausencia no deseada— un grito inconsolable que recordar no quiero, enésima prueba de la paciencia y la tolerancia ya mencionada de Francica Aguirre; la música y el mar —muy presentes en obras anteriores—, una bendición y una terapia para rehabilitarse con la magia de la vida; y a mayor abundancia, el amor que junta incluso contra la muerte, la maternidad necesaria, la compasión y la verdad o esa otra verdad de la infancia que nada tiene que ver con aquella patria de la infancia de Rilke. Y al fin, algunos detalles: una ventana, unas golondrinas, el verano y esa alegría de volver a cantar a todas horas. En fin, sorprendente esta capacidad de introspección, de afirmaciones sin miramientos que delatan la actitud nada complaciente, pero tierna y cabal de Aguirre.
De otro lado, la autora conoce perfectamente la versificación española (su libro Ensayo general, entre otros, es una alta prueba de ello) y, sin embargo, o precisamente por ello, huye de la norma para encontrar no sólo el tono léxico adecuado, sino también ese ritmo libre que pueden sugerir los latidos, el bombeo general de nuestro sistema circulatorio, de nuestros corazones gastados por nuestra insondable capacidad para la sorpresa o por nuestra insoportable falta de lucidez. Porque, ¿acaso conoce nuestro cuerpo de pausas, de comas o de puntos y comas? Tal vez Francisca Aguirre nos dijera que sólo de puntos, de los que se ponen para cerrar heridas y abrir cicatrices y de los suspensivos que le siguen a la memoria de la risa.
Ciertamente, la literatura es un territorio singular en donde confluyen algo más que unos ejercicios de estilo y experiencia: es el río cotidiano del trabajo ante la presuntuosidad e ingenuidad de muchos ante ella. En este sentido, al reto de Francisca Aguirre no le falta ambición: en realidad, ésta es una característica de su obra. La empresa, por tanto, es exigente y el resultado feliz y notable. Ello no obsta para desconocer de antemano que la propuesta de la alicantina no va a ser asumida por todos los lectores (más allá de las opiniones vertidas desde el gusto personal) y que muchos pueden considerarla una aventura. Y es que detrás de ese rango moral, de su gramática impregnada de túmulos clásicos que la iluminan, de sus pinceladas encaústicas y de su diáfana arquitectura o delante de su irritación, su ofensa y su alegría, existe un vacío que no es posible llenar si no es con la complicidad, la participación y la puesta a punto de toda la vida; la del lector, aclaro. No se trata de que resulte difícil su lectura, sino comprometida su consecuencia. Esto es: con cada poema, y son 45, el lector deberá enfrentarse a su propio cuerpo, a su propia alma, sajándose cada una de las heridas con el bisturí de su conciencia crítica, arrojando luz sobre los felices defectos o las aburridas virtudes hasta llegar a su particular e inmensa tontería, a su salvífica vanidad o a su condición de héroe miserable. Al cabo los poemas vienen juntos y será por algo. Cualquier otra lectura carecerá de la sustancia nuclear que la autora ofrece. Súmese que el tratamiento formal de la obra resultará a muchos alejado de la praxis y los protocolos más delicados.
Pero dejemos que el tiempo cumpla su cometido. El espacio ya ha sido ocupado por Francisca Aguirre con credenciales más que contrastadas. Por mi parte, aquí está mi felicitación y mi reconocimiento a la obra de una escritora de talento, coraje y belleza.
La columna vertebral
Si este fuese un libro confesional
yo diría que a mi vida le sobra vertebración.
Claro que pensándolo bien
no creo que el asunto tenga nada que ver con la columna.
Ni siquiera creo que dependa de la médula espinal.
Seguramente todo esto tiene que ver
con esa columna abstracta o tal vez
con esa médula espinal intangible
que todos llevamos dentro.
Así que dichos elementos
debido a su carácter evidentemente metafísico
están relacionados con esa otra abstracción
a la que venimos llamando moral.
El caso es que mi vida es una pura vertebración
y de ello se derivan una serie de aspectos
que corresponden a lo que se conoce
con el nombre de vertebrados.
Estoy tan vertebrada que tengo plena conciencia
de todas y cada una de mis vértebras.
Y a veces me recorre los huesos
una dulce nostalgia que me empuja a añorar
el blando mundo de los invertebrados.
¿Cómo sería yo sin mis columnas vertebrales?
¿Cómo sería mi vida si la médula espinal de la moral?
Probablemente terminaría siendo
algo muy parecido al odradek de Kafka
Y tal vez mi nuevo estado serviría
como siempre he soñado para solucionar la vida de los otros.
Todos los derechos reservados: Francisca Aguirre.