VIVIR PARA CONTARLA
El 11 de septiembre de 2001, cuando dos aviones fueron estrellados contra las Torres Gemelas de Nueva York, un tercero contra el edificio del Pentágono en Washington y un cuarto -el épico United 93 de Peter Greengrass- caía sin alcanzar su objetivo gracias a la valentía de sus pasajeros, no saltó en pedazos el mundo. Al día siguiente, el camarero de Boston y el taxista de Chicago, el carnicero afgano y el policía iraquí, acudieron a su trabajo decididos a seguir adelante con sus vidas. El mundo no había saltado en pedazos, pero sí lo había hecho cierta mentalidad occidental y lo harían pronto dos países –Afganistán e Irak— obligados a pagar la cuenta, que todavía no se sabe a cuanto asciende. En el mundo occidental la mentalidad de la invulnerabilidad, esa manera de pensar que hace a los gobernantes con vocación imperialista creer ellos mismos y transmitir a sus gobernados la imperturbable sensación de que están a salvo saltó por los aires el 11-S, porque si algo se demostró ese día –y demostraron después el 11 de marzo de 2004 en Madrid y el 7 de julio de 2005 en Londres- es que nadie, por inocente que sea, está a salvo. El 11 de septiembre no hizo estallar el mundo, pero sí ha instalado en la mentalidad occidental un sentimiento de vulnerabilidad que le era ajeno desde los lejanos días en que se recuperaba de la II Guerra Mundial. Hilario J. Rodríguez habla en las páginas de este libro de cómo le afectó ese cambio: “Aquellos siniestros atentados me obligaron a ver de un modo distinto el cine en general. Ni siquiera las películas comerciales que fui reseñando para Abc, Dirigido por, Les Noticies, Rockdelux, La Vanguardia o Imágenes de actualidad me resultaban familiares; era como si se hubiesen transformado en algo distinto de lo que habían sido. Su inocencia y su superficialidad se convirtieron en algunos casos en verdaderas consignas políticas (…) El cine mainstream, sin ir más lejos, dejó de parecerme un simple pasatiempo. Detrás de muchas imágenes inocentes, he comenzado a ver cosas en las que nunca antes había pensado”. Todo, admite, se fue al traste. La conciencia, la consciencia y la capacidad de análisis del sujeto cambiaron de lugar llevándose consigo el encuadre de una perspectiva bien definida para convertirla en una mirada estrangulada sobre una realidad nueva. Precisamente de esto trata Historia(s) del cine norteamericano, que ya con esa s entre paréntesis nos pone en la pista de la pluralidad focal que ha sufrido nuestra mirada.
Agrupadas por los grandes temas que han ocupado la pantalla norteamericana y, por extensión, la europea, Rodríguez va comentando películas comerciales al alcance de todos los públicos, películas que cualquier ciudadano medio que acuda regularmente al cine ha podido ver en los últimos ocho años: de Banderas de nuestros padres a Alí pasando por Como Dios, Señor y señora Smith y Separados o Spartan, Pozos de ambición, Half Nelson, Plan oculto, World Trade Center y así hasta noventa filmes desmenuzados pacientemente por un escritor de consistente e indudable personalidad. Los conflictos civiles, la familia, el amor, la política, la violencia, la situación de la mujer o la misma Historia –perdón por la mayúscula, que diría Juan Manuel de Prada- son analizados en este libro con originalidad y soltura, y, lo que quizá sea más importante, con una incontestable profundidad de pensamiento. Porque con este crítico se puede o no estar de acuerdo, pero de lo que no cabe duda es de que detrás de cada una de sus páginas hay una sincera reflexión, lo que conlleva que el lector, salga reconfortado o indignado de su lectura, no permanece indiferente. Viéndose contra las cuerdas golpeado tan pronto por un gancho como por un croché de incombustible sinceridad no tendrá más remedio que pararse a pensar.
La capacidad que tiene Hilario J. Rodríguez para dejarse la piel en cada línea de lo que escribe no se cuestiona. Es de los que piensan que en la biografía propia no puede haber caminos separados para lo que se vive y lo que se piensa, en él experiencia vivida y pensamiento caminan de la mano, a veces tan unidos que en cualquiera de sus recensiones críticas se pueden encontrar referencias personales: una tarde de compras en compañía de su hijo en una librería neoyorkina, la película preferida de su abuela o su ya dilatado peregrinar por la tierra en busca de nuevos paisajes, de nuevos horizontes. Para un vitalista como Hilario Rodríguez realidad y ficción, cine y vida, son indisociables, forman parte por igual de su mundo, de su manera de entenderlo y aprehenderlo. En este sentido, entre las páginas del libro casi salta al cuello del lector la confesión que nos hace al desarrollar la crítica de El club del emperador, de Michael Hoffman, una película de profesores y alumnos, de aprendizajes, de iniciaciones. Al hilo de esta película nos cuenta su primera experiencia como profesor en un instituto de Enseñanza Secundaria. Fue en Moraleja, cerca de la Sierra de Gata, en Cáceres, donde encontró “al alumno más conflictivo que jamás he tenido en un aula”. Un día, mientras realizaba una guardia rutinaria por el instituto oyó llorar a alguien en los servicios. Abrió la puerta y allí se encontró al alumno conflictivo: “Había estado orinando sangre. Quise avisar a la dirección, pero el muchacho me pidió que no lo hiciese, me dijo que quería a su padre y que no deseaba problemas con él ni con nadie. Sus palabras y sus lágrimas me paralizaron. No denuncié aquello y quizás me equivoqué al no hacerlo. Y es posible que volviese a equivocarme a final de curso, al aprobarle pese a tener un cuatro en el examen final. Sobre esas pequeñas (o grandes) equivocaciones trata El club del emperador”.
No creo que haya otro crítico en España con un estilo parecido al de Rodríguez, él avanza enseñando e integrando todo lo que vive y lo que ve con una naturalidad pasmosa: en sus críticas lo mismo puede traer a colación una obra de Heidegger o Adorno que una cita de Sebald o un poema de Carlos Marzal. “Lo que separa a Hemingway y Tarantino, además del talento de cada uno en sus respectivos campos de trabajo, está muy cerca de la línea que separa la vida diaria de la idiotez (o cierta literatura de antaño y una buena parte del cine ac
tual)”, remarca al ocuparse de Collateral, de Michael Mann, encargándose de señalarnos que en Pulp Fiction Quentin Tarantino convirtió en banalidad la naturalidad con que los asesinos del relato de Hemingway hablaban de cosas cotidianas antes de hacer su trabajo. Para él poner a John Travolta y Samuel L. Jackson a enumerar los diferentes nombres que se les dan a las hamburguesas en Estados Unidos y Holanda es apropiarse del recurso banalizándolo.
A Hilario J. Rodríguez, más crítico impositivo que expositivo, nada de lo humano le es ajeno. Su interés por el mundo es inagotable e inabarcable y bajo su mirada las cosas adquieren un nuevo orden, se transforman, iluminándonos unas veces, causándonos cierta sensación de extrañeza otras, siempre admirándonos. Espejo de su autor y reflejo de todos nosotros este Historia(s) del cine norteamericano se lee con cierta aprensión esquizoide nacida de la desconfianza que acecha a quien da un agradable paseo por una ancha avenida con la certeza de que, en uno u otro momento, de detrás de alguno de los árboles que pueblan el camino alguien saldrá para cogerlo de las solapas y sacudirlo una y otra y otra vez.