Infancia y Juventud de J.M. Coetzee, por Miguel Rojo, 26/05/2010

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Infancia
 
J.M. Coetzee
Ed. Mondadori, 2000
 
Juventud.
 
J.M. Coetzee.
Ed. Mondadori, 2002.
 
 
 
 
 
 
 
 

El pecado de las hagiografías.
 

El lector en muchas ocasiones tiende a comportarse como un esmerado hagiógrafo ante la vida de su escritor preferido, igual que el beato bucea en las fuentes biográficas de su santo más querido. Y si eso hace el común de los lectores, el escritor, que no deja de ser un lector más esforzado y atento, con más motivos se ve tentado a saber la vida y milagros de ese autor al que tiene subido en los altares.Algo parecido me ha ocurrido a mí con J. M. Coetzee y sus libros “Infancia” y “Juventud”, editados por Mondadori.El autor de la inquietante metáfora sobre el poder “Esperando a los bárbaros” hace un repaso en estos dos libros sobre lo que fue su niñez en Sudáfrica y la posterior juventud en Inglaterra. 

A principios de los años cincuenta, Coetzee vive en Worcester, una pequeña ciudad situada al norte de Ciudad del Cabo. Es un chico de clase media que habita un mundo conflictivo que apenas puede vislumbrar. Sus pequeños problemas no surgen con la población negra (demasiado lejana y poca cosa como para que entre en el horizonte de un niño blanco de diez años), sino que proceden de los afrikaners, descendientes de los colonizadores holandeses del siglo XVII  a los que pertenece la propia familia de Coetzee: sus rudos modales, su violencia… golpea y escandaliza la sensibilidad del pequeño Coetzee.

El libro está narrado en tercera persona, hecho curioso tratándose de una autobiografía; quizás Coetzee trata de lograr así un mayor distanciamiento con las propias emociones, un punto de vista más objetivo a la hora de rastrear sus frustraciones familiares (la madre que adora y odia, el padre lejano, su apenas existente hermano menor), las relaciones con sus compañeros de clase o las esporádicas visitas a su familia campesina que vive en el veld (esas inmensas y desoladas mesetas sudafricanas en las que malviven los granjeros y que ya había descrito magistralmente en Desesperados)… Sin embargo, tal distanciamiento o pretendida objetividad, en poco o en nada benefician el resultado final. La sobriedad y hasta la frialdad de algunos pasajes hace que resulte penoso y aburrido el tránsito por estas páginas carentes de emoción, muy lejos de la fuerza de otros textos de Coetzee, de su capacidad para ahondar en los conflictos humanos (¿hay algo más “conflictivo”, en cuanto a emociones, sueños, miedos…, que la vida de un niño?) a la que nos tiene acostumbrados la pluma del escritor africano. 

En “Juventud” se nos cuenta la historia del joven Coetzee en Londres, una vez abandonada la claustrofóbica y provinciana Ciudad del Cabo.También narrada en tercera persona, Coetzee nos muestra aquí el despuntar de un joven inseguro y lleno de contradicciones que, siendo matemático y trabajando para la IBM, sin embargo, guarda un secreto, la razón última por la que emigró a Europa, y que no es otro que la de llegar a ser poeta.

Aunque superando a “Infancia” en interés y aporte de datos biográficos, tampoco aquí la pluma del premio Nóbel alcanza altos vuelos. La visión de la sociedad inglesa de los sesenta –que ahora, con el paso de los años, nos resulta tan pacata-, el descubrimiento del cine europeo, la pintura moderna, sus difíciles e inseguras relaciones con las mujeres y, sobre todo, sus aspiraciones creativas ( “Pero lo más brutal es decir que tiene miedo: miedo de escribir, miedo de las mujeres”) van a ser la urdimbre sobre los que se levanta el libro.Quizás la angustia que trasmite el joven Coetzee en la búsqueda de una voz narrativa propia, sus anhelos y dudas sobre su capacidad como artista, resultan lo más atrayente del texto. Su desesperada búsqueda del fuego sagrado del arte, lleva a afirmar a un joven y confundido Coetzee que sólo el sufrimiento, la locura y el sexo tienen las llaves que le han de abrir la puerta de los elegidos.

 En “Juventud” asistimos, además de a las repetidas teorizaciones sobre lo que debe de ser un artista, a las confesiones sobre los gustos literarios del autor, especialmente en poesía, con Eliot y Pound como escritores de cabecera, y más aún: como consejeros sobre lo que debe de ser la gran literatura. Sin embargo, el dolorido convencimiento de la falta de una voz original en poesía, acabará por llevar a Coetzee, muy a su pesar, hacia la narrativa. Sus repetidos ejercicios al estilo de Henry James, para perfeccionar su prosa, resultan, cuando menos, conmovedores, persuadido como estaba de que entre todos los géneros sólo la poesía es la verdad. 

Así pues, son estos libros un recorrido por la infancia y la juventud de J.M. Coetzee (cabría preguntarse cuánto hay de realidad y de ficción en estas hojas), por sus reflexiones de entonces sobre la literatura, el arte y la vida… Pero, como ya se apuntó, alejados de la acerada luminosidad de otros textos suyos, de esa capacidad de diseccionar la realidad para mostrárnosla en crudo, sin envoltorio alguno, como no sea la elegancia de una prosa que ha hecho a Coetzee uno de los grandes de la literatura Universal. Y es que, como se descubre en las hagiografías, no todos los santos fueron siempre buenos.   

 
 
                                                          

 

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