Vikram Chandra
Juegos sagrados
Mondadori, 2007. 1088 páginas. 30 euros.
Excesiva y fabulosa esta novela de Vikram Chandra, Juegos sagrados. Un texto que a lo largo de 1.002 páginas se expande en una fantástica arborescencia similar a los miniados de piedra de esos templos hindúes devorados por las selvas. Capítulos que se alargan como una secuencia de Antonioni, en los que se va desgranando una épica sobre la amistad, la traición, la violencia, el deslumbrante poder de las modernas urbes, y un rosario de misterios en la mejor tradición de la narrativa victoriana.
Numerosas tramas y personajes se entrecruzan con ese espíritu ubérrimo de la India, con sus millones de almas, miles de dioses y cientos de lenguas: policías enamoradizos, estrellas de Bollywood, bellísimas prostitutas de Mumbai, visionarios religiosos, agentes perdidos en guerras secretas en los inhóspitos y helados picos del Himalaya, románticos y despiadados mafiosos que descubren el extraño vacío que hay tras alcanzar los sueños… Siete años tardó el autor en completar este monumental fresco sobre el universo hindú, tan dickensiano, tan clariniano –de Clarín–; un dédalo de creencias, idiomas, castas, historias que le harán exclamar como Diderot que a nadie pertenezco y a todos, antes de entrar en este castillo ya estaba allí, quedaré aquí cuando salga. Especias, ruido, asimetría, giros y vistas yuxtapuestas, la novela tiene un comienzo atronador: un policía acude a capturar a Gaitonde, un capo mafioso asediado en su búnker particular, y empieza a conversar con él a través de un interfono, una charla apocalíptica, lisérgica, que terminará con el inexplicable suicidio del criminal y el de una mujer que le acompañaba.
A partir de ahí una investigación ‘sui generis’ en el que ambas biografías se entrecruzarán como las espirales de las dobles hélices de nuestros genes, una saga trágica con ecos del Tony Montana de ‘El precio del poder’ o del Vito Corleone de ‘El Padrino’, prolijo de dramatis personae, un avispero, un turbulento e inabarcable mosaico. Superpoblación urbana, guerrillas maoístas, sucios enfrentamientos en Cachemira, caciquismos locales, palacios de oro con cielos de perlas, starlets y productores de cine, terrorismo nuclear, santones y asesinos… todo cabe en esta lucha de diversas contrafuerzas tectónicas, en este plano de la existencia elaborado con la misma sabiduría artesanal conque otro autor indio, Suketu Mehta, pergeñó su sobrecogedora Bombay. Ciudad total.
Juegos sagrados, unos juegos que vienen de la tradición hindú que habla del eterno juego –Lila, en sánscrito–, de Señor del Universo, que parece burlarse de sus criaturas cambiando las reglas a capricho o actuando como si no las hubiera. Un juego serio e intrascendente, sagrado y profano, placentero y doloroso, personal y universal, que sólo la muerte detendrá.
Son 1.002 páginas, pero Chandra podría haberle añadido 2.000 más y seguiríamos leyendo. Frases, frases y más frases que se engarzan unas con otras y que a veces resplandecen como petisas esmeraldas: un enemigo confundido siempre es mejor que uno impresionado pero cuidadoso. Que nos subestimen; un hombre que tiene miedo es un hombre que todavía tiene algo que perder; un tigre es hermoso como tigre, pero si intenta convertirse en una oveja se transforma en una abominación; había poder en él, una especie de certeza, he ahí un hombre que sabe quién es… Lila, el universo como campo de juegos de Dios. Lila, que empiecen los Juegos…
Nota: reseña ya publicada en El Comercio.