La casa en ruinas, de Manuel García Rubio. Por Javier Lasheras. 28/01/2013

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La casa en ruinas
 
 
 
La casa en ruinas
Manuel García Rubio
XVI Premio de Novela Ciudad de Salamanca.
Ediciones del Viento, 2012.
 
 
Cuando se cuenta la Historia de un país o la historia de una persona, se corre el riesgo, entre otros, de caer en la falsificación.  Y ésta, ya sea por presbicia, interés, indigencia intelectual, hipocresía o manipulación ideológica al servicio del poder, acaba por convertirse en un factor de distorsión de la realidad: El temblor de la falsificación, escribió Patricia Highsmith, en una novela brillante. El Uso y abuso de la historia, nos legó a los estudiantes universitarios Finley. Valga este introito para señalar que la última novela de Manuel García Rubio (Montevideo, 1956) se emplea a fondo para mostrar, a través de sus personajes y de su ambientación, los engaños y adulteraciones que suelen aparecer en cualquier viaje al fondo del pasado. En La casa en ruinas (ganadora del XVI Premio de Novela Ciudad de Salamanca) el narrador pregunta: «Pero, cómo recordar y, al mismo tiempo, saber que los recuerdos son ciertos?» He aquí el nudo gordiano a partir del cual esta novela aborda las implicaciones que conlleva el hecho de afrontar el pasado y toda la materia que arrastra.
 
 » García Rubio se emplea a fondo para mostrarnos
los engaños y adulteraciones que aparecen en cualquier
viaje al fondo del pasado.
 
El protagonista de la obra es Ricardo Tremp, un directivo de mediana edad apodado Mister Programa, atractivo y en pleno éxito profesional, que se ve obligado a regresar a Saucedal y a la casa paterna en donde ha ocurrido un accidente. Saucedal que «era su pueblo; en realidad el pueblo en el que había nacido y vivido toda su infancia y una parte de su juventud, pero ya no tenía allí ni familiares ni amigos. Cuando lo abandonó para quedarse en Madrid, lo hizo decidido a olvidarlo para siempre». Sin embargo, se trata de un Saucedal a cuyo presente resulta inútil mirar desde el hoy del propio Ricardo «porque en la propia mirada había un nexo que lo comprometía con quien él había sido allí, el niño sin madre, el hijo de don Gustavo, el ingeniero borracho, el muchacho que un mal día enterró a su padre y se fue con lo puesto, sin otro equipaje que el odio y unas ganas abrasivas de olvidar». Añadamos que Ricardo odia la vida de castas de ese espacio cerrado que es Saucedal, un lugar determinado por las costumbres lentas y preceptivas en contraposición a las dinámicas y ejecutivas de la ciudad a las que él está habituado. Pero cuando Ricardo abra la puerta de su antigua casa —esa frontera que lo transporta al pasado a través de un inquietante mensaje en el contestador automático—, se desatará toda la acción de la trama con sus peripecias y diversas ensoñaciones.
 
» La obra transita por un mundo fantástico
en el que realidad y ficción juegan a la verosimilitud.
 
Los quince capítulos de la novela, narrados con un estudiado estilo coloquial, funcionan como un desplegable en miniatura de la sociedad española de los últimos cuarenta o cincuenta años. Sin duda un notable ejercicio de comparación —y de síntesis dado el carácter casi de nouvelle de la obra— que sirve de marco a la historia de Ricardo Tremp y de Melita, la niña casi adolescente —y luego ya una muchacha— y también personaje principal de la novela. Por cierto, todos los personajes secundarios (Gustavo, Pepelu, Pacho Hernández, Tita, Joserra, Edurne Mendizabal, etcétera), están tratados con una fina ternura, que tal vez pueda resultar excesiva para los lectores que visiten por vez primera la obra de García Rubio. Pero en este caso, debemos dar por descontado que se trata de una marca de la casa, pues la narrativa de García Rubio es siempre consciente tanto de las grandezas como de las debilidades, de las contradicciones y complejidades que habitan el ser humano.
 
La meticulosa cercanía que refleja la voz del narrador, presenta también texturas y temperaturas más altas y el lector hará bien en detenerse en algunos pasajes. Así, por ejemplo, en la página 49 al describir el olor de los momentos felices; las páginas 65 y 66 para narrar esa brecha física, psíquica y moral que luce Ricardo Tremp a lo largo de la obra; la reflexión sobre Melita en las páginas 97 y siguientes o el diálogo que conforma el capítulo 11.
No sería conveniente olvidar en este breve apunte que la obra transita por un conmovedor mundo fantástico en el que la realidad y la ficción juegan a la verosimilitud, y en donde el autor expone sutilmente su maestría para realizar las transiciones temporales que la narración exige. En este sentido, tal vez García Rubio se acune en fuentes platónicas —en tanto que la trama gira en torno a dos mundos— y utiliza recursos narrativos (como el contestador y el teléfono) que pudieran recordar, por sorprendente que parezca, al Matrix de los Wachowski.
Destacan también las puntadas con que el autor remata la hechura general de la obra, acudiendo a guiños y menciones literarias que nos traen a primer plano la presencia de Clarín, Mann, Eliot u Onetti entre otros. Sin embargo, no es la literatura sino la música la que corona esta obra. Creo que es muy afortunada la elección y presencia de la ópera Orfeo y Eurídice de Gluck, verdadera banda sonora que bien puede acompañar al lector a través de toda la lectura. En la página 108 se puede leer: «Absorto en la música, tuvo la impresión de que el curso del tiempo se había desviado en un bucle que lo envolvía para arrobarlo, sin dejar por ello de avanzar».
 
» El autor utiliza recursos narrativos que pudieran recordar,
por sorprendente que parezca, al Matrix de los Wachowski
 

Manuel García Rubio teje una novela rápida y eficaz —piezas de un puzle que ordena el pasado y fija la alquimia del presente— que navega por las aguas complejas de las relaciones paterno-filiales, las no menos difíciles —tiernas, morbosas y dubitativas— del vínculo con una menor (el capítulo 10 sirve de reflexión sobre el asunto y hasta es probable que exista alguna reminiscencia dostoievskiana: el Stavroguin y la Matriosha de Los demonios), los paraísos secretos y esos bocadillos «envueltos en melancolía» que todos hemos de comer y aprender a digerir si somos capaces de arrostrar sin falsificaciones esa tierra del pasado so pena de que acabemos convirtiéndola en la tierra de nadie. Aunque, ¿quién sabe?: lo posible y lo imposible son líneas que afloran cuando nos acercamos a ese abismo que es el pasado y García Rubio, en La casa en ruinas, las escribe para que el lector las evoque.

Javier Lasheras.

 

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