La elegancia del erizo, de Muriel Barbery. Por Yose Álvarez-Mesa (11/I/2010).

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Muriel Barbery,
La elegancia del erizo,
Barcelona, Seix Barral, 2007
L’élégance du hérisson,
Editions Gallimard, 2006.
 

Si conseguimos sobrevivir a las soporíferas cien primeras páginas, podremos descubrir una interesante historia. Claro que para ello debemos pasar por alto la insufrible pedantería con que está escrita. Original, sí, atrayente en ocasiones, pero pedante hasta decir basta.

Es una historia contada a dúo por Renée Michel, una portera de aspecto tosco, pero muy culta, que trabaja en un inmueble burgués de París, y Paloma Josse, una niña superdotada que vive en ese edificio. Ambas tienen un secreto que ocultar: la portera su inteligencia, y la niña su deseo de suicidarse. Mucho después de las soporíferas milongas que ambas mujeres se empeñan en contarnos (la portera sus cuidados para que nadie descubra lo lista que es, y la niña las mil razones que la empujan al suicidio) entra en escena el japonés Kakuro, que es el que descubre los mundos ocultos de las dos y hace de nexo de unión entre ambas.

Lo mejor, el personaje de la portera. Ella es el erizo, que saca su púas para defender un interior desconocido, que esconde a todo el mundo por miedo a ser herida. Es hija de campesinos, y su intención en la vida es hacerse la tonta en ese ambiente de clase alta donde se mueve. Pero sus inquietudes culturales son infinitas y ama el arte por encima de todo. El complejo entramado de su personalidad quedaría perfectamente urdido si no fuera por la afectación con que se narra su día a día: páginas y páginas en las que nos muestra lo mucho que le ofenden los burgueses que hablan incorrectamente o escriben notas donde hay una coma mal puesta, interminables disertaciones filosóficas basadas en la tesina de una universitaria vecina del inmueble, o quedar al borde del desmayo al ver una litografía de su pintor preferido, convierten a la portera en un algo que raya lo absurdo, pero creíble a fin de cuentas.

Por el contrario, el personaje de la adolescente Paloma Josse no se lo cree nadie. Nos quieren pintar a una niña superdotada y no da muestras de ello en toda la narración. Sus peroratas de niña de doce años no son propias de la inteligencia, sino en su mayor parte de la experiencia, y es obvio que no tiene edad para ello. Por tanto, el personaje que se nos retrata queda cojo, ya que por un lado ella presume de su propia inteligencia una y otra vez, pero no habla desde sus doce años sino desde la edad de la autora que escribió el libro. Por otra parte,  su supuesta inteligencia queda en entredicho cuando explica las razones de porqué se quiere suicidar, ya que son razones que cualquier inteligencia, por poca edad que se tenga, sabría discernir mucho mejor. El personaje de Paloma no es creíble simplemente por su inverosimilitud.

Muriel Barbery nos quiere vender a tres personajes buenos y cultos en un mundo donde todos son malos y lerdos, pero no se puede descalificar al resto del mundo para  hacer que tus personajes parezcan mejores. Alguien debería decirle a Muriel que no hay nadie del todo bueno ni del todo malo. Los seres humanos están llenos de contradicciones, defectos y virtudes, y tomar el camino fácil de ubicar a los buenos y a los malos a tu antojo para hacerlos parecer como tú quieres no es una buena arma narrativa, aparte que echar mano de la demagogia con el único fin de hacer más vendible tu historia es un arma de doble filo.

Resumiendo, una buena historia enterrada bajo capas de panfleto intelectualoide, con un final típico y tópico porque no había imaginación para más.

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