Con su última obra, Jorge Ordaz parece cerrar una trilogía de novelas “filipinas”, que inició con La perla de Oriente (finalista del Premio Nadal, 1993) y siguió con Perdido edén (1998). Si aquéllas se ambientaban en el siglo XIX, aún durante la época colonial española, en El fuego y las cenizas la acción se desarrolla en plena Segunda Guerra Mundial, cuando el ejército japonés desembarca en Filipinas después del ataque a Pearl Harbor.
Estructurada en tres partes –además de un prólogo y un epílogo—, la novela nos relata las “maniobras clandestinas” que van urdiendo los personajes en los momentos previos a la invasión, “el fuego” de guerra y represión que se sucede en Filipinas “bajo la férula japonesa” y “las cenizas” que van quedando esparcidas en un país y una población que se ve condenada a habitar “entre ruinas”. En Manila, llevados por un instinto depredador, producto a su vez de una innata necesidad de supervivencia, se mueven personajes extremos, que son al mismo tiempo víctimas y verdugos de la situación en la que están inmersos. Son arquetipos de tantas narraciones donde se desenvuelven espías, sicarios, prostitutas, periodistas, políticos, empresarios y diplomáticos sin muchos escrúpulos, pero uno de los méritos de esta novela es que el autor ha conseguido que estos personajes-modelo aparezcan ante el lector como seres de carne y hueso, que en su deambular firme o escurridizo por los consulados, las lujosas mansiones, los clubes nocturnos o las cárceles más siniestras, sintamos con ellos el pálpito de la intriga, la crueldad de la violencia más despiadada, la viscosidad de sus traiciones o la silenciosa llama del amor. Los hechos históricos son el soporte de lo novelado, pero la realidad y la ficción están tan imbricadas en la trama que apenas se distinguen –y ya se sabe que para la verosimilitud de una novela esto poco importa- los episodios verdaderos de los inventados, de igual manera que se aprecia cómo los posibles personajes reales “dialogan” en el mismo plano con los imaginados por el autor.
Con un estilo literario de resonancias cinematográficas, Jorge Ordaz suele introducir los capítulos con unas referencias ambientales o históricas que enmarcan la escena que se va a desarrollar a continuación, donde la fuerza narrativa logra que el lector mantenga la atención en vilo, aquélla que se debe exigir a una buena novela que combina con maestría técnicas comunes a varios géneros: negra, espionaje, aventuras, histórica. De igual manera, en un despliegue de riqueza narrativa, el autor utiliza diferentes registros, como el diario y los diálogos escritos a modo de texto teatral.
Hay que agradecer a Jorge Ordaz que acerque una vez más al lector español un territorio tan olvidado por la literatura –ensayística y de ficción— en castellano, más aún si tenemos en cuenta que Filipinas fue la parte más oriental de aquel imperio donde nunca se ponía el sol. Igualmente hay que celebrar el valor –en el doble sentido de valentía y buena cualidad— de la joven editorial asturiana Pez de plata, no sólo por el especial cuidado que presta a la edición de sus obras, sino por la singular apuesta que hace por ilustrar sus libros. En este caso son de destacar los expresivos dibujos en blanco y negro de Enrique Oria, que, como si fueran planos cinematográficos, ilustran espléndidamente esta estupenda novela de Jorge Ordaz.