El encanto de esta novela reside, sobre todo, en su escritura. Evocadora, sencilla, con un estilo ameno, suave, lleno de silencios que invitan a descubrir qué se esconde tras de los comentarios. Situada en dos momentos de la historia de Hong Kong, las dos historias de amor, ambas con un común protagonista, se completan una a otra de un modo abrumador. Terriblemente dura, a pesar de su poesía. Horrorosamente cruel con sus protagonistas y ante todo, de una realidad implacable con ellos (puesto que habla de la responsabilidad de los actos de cada uno, y de que el destino está en nuestras manos y, por lo tanto, somos culpables de lo que hacemos con él), es una novela original en el panorama narrativo actual.
Lejos del lirismo oriental de Amy Tam, y más cercana al choque cultural agresivo y guerrero de Pearl S. Buck (aunque sin su cursilería o ñoñez), esta primera novela de Janice Y.K. Lee nos hace desear más obras del imaginario de su autora. Historia que intuye, que juega con el tiempo, que consigue un arrebatador personaje femenino, y otro atormentado masculino, tiene los suficientes elementos románticos para embeberse en la historia, antes de precipitarse al horroroso vacío de la guerra, aquí presente no tanto en las torturas y salvajadas que se hicieron entonces (que también), sino en las excusas morales de la gente que sobrevivió, y que acabarán pasando factura a lo largo de los años.
Con unos protagonistas típicos de la literatura romántica, y un personaje femenino embaucador y convincente, como si se tratara de una Escarlata O’Hara con una aura de negrura en su futuro, las dos historias que tejen la novela chocan en los capítulos finales para llegar a un final devastador, en el que sólo se salva el único personaje inocente de la novela, como si la autora quisiera dar un toque de moralidad, o más bien de justicia, a todos los horrores de pasado, ya que no existe un Dios que lo haga por ella.
Sobresaliente, meticulosa, intensa, probablemente nos encontremos ante la mejor novela del 2009.