José Luis Ferris,
Carmen Conde: Vida, pasión y verso de una escritora olvidada,
Temas de Hoy, Madrid, 2007.
José Luis Ferris había demostrado cierto gusto por los entresijos sentimentales del biografiado y por la acumulación documental en su libro sobre MiguelHernández. Con motivo del centenario de la primera mujer académica de la lengua española repitió la fórmula metiéndose a fondo en la documentación conservada en el Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver de Cartagena para devolvernos una imagen bastante distinta de la que teníamos de la pareja y, muy concretamente, de una CarmenConde de cuerpo entero a la que, como si se tratara de una escultura exenta, hay que rodear para apreciar la complejidad de su volumetría.
Manejando la correspondencia y los diarios inéditos de la autora y analizando una obra que transcurrió muy pegada a la vida, Ferris consigue no traspasar la delgada línea que existe en estos casos entre el interés más o menos académico por un artista y el chismorreo insustancial. Hay, desde luego, una gran puesta en escena de los asuntos amorosos –no podía ser de otro modo tratándose de alguien que, como Conde, tanto escribió sobre el amor-, pero están siempre al servicio de poner en claro la trayectoria vital de una mujer hecha a sí misma, moderna, enérgica, con una enorme capacidad de trabajo y de relación, entregada en lo profesional y en lo personal y capaz de comprender muy bien que la literatura es una carrera de fondo en la que importa menos la posición de salida que la capacidad para soslayar los obstáculos del camino. No de otro modo cabe entender los enredos epistolares y más o menos amatorios de la autora con Ernestinade Champourcin y MaríaCegarra o su relación –la más intensa de su vida— con AmandaJunquera.
En esta biografía Carmen Conde ya no es la esposa de Antonio Oliver, ni la protegida de Juan Ramón Jiménez, ni la amiga de Miguel Hernández, o al menos no lo es preferentemente. En el extenso libro de Ferris, Carmen Conde es una mujer que desde muy joven lucha por el éxito literario sin desmayar nunca, carteándose y pidiendo consejo y favores a todo el que pueda concederlos –desde Armando Palacio Valdés a Gabriela Mistral pasando por Eduardo Marquina—. En este sentido, a Carmen Conde la definían muy bien las palabras que una dolida María Cegarra le ponía por carta a propósito de un prólogo de Gabriela Mistral por el que rivalizaron y que se acabó llevando la primera: “Eres muy inteligente, y haces las cosas… inteligentemente.” Sin duda, Carmen sabía cómo moverse para conseguir lo que quería, pero aún sabiendo hacerlo era difícil para una mujer autodidacta y condenada al trabajo por la estrechez económica familiar salir a flote en aquellos años veinte y treinta. Mucha presencia de ánimo y mucha fortaleza de espíritu hacían falta para ganarse como escritora el respeto de los hombres, ayudar a la madre a llevar una casa, sacar la carrera de Magisterio o fundar junto a Antonio Oliver la Universidad Popular de Cartagena. Eso sin mencionar los tiempos oscuros, de guerra y dictadura, que vinieron después y que para ella, mujer y republicana, serían bastante más difíciles. Carmen Conde nunca renunció a ser quien era. En su archivo conservó cuidadosamente todas las cartas –incluso aquellas que le había prometido destruir a Ernestina de Champourcin— y las notas diarias que tomaba a vuelapluma y que tanto nos dicen de ella. No se avergonzaba de sentir amor por otra mujer y llegó a vivir con Amanda Junquera después de la muerte de Antonio Oliver en 1968. Fue una mujer decidida que estuvo, como todos, al servicio de su tiempo, pero que supo también, como muy pocos, impulsarse ligeramente por encima de él.
Carmen Conde Abellán nació en 1907 en Cartagena. Durante los primeros años de vida disfrutó de una posición acomodada gracias a los negocios del padre hasta que la generosidad y la mala gestión de éste llevaron a la familia a la ruina absoluta, obligándolos a vivir de la caridad de unos parientes primero y a salir para Melilla a ganarse el sustento después. Vueltos a Cartagena en 1920, Carmela, la niña mimada y caprichosa que había llegado a tener un caballo propio, tuvo que ponerse a trabajar de calquista de planos para la Sociedad Española de Construcción Naval con poco más de 15 años. Acomplejada por la estrechez familiar y buena lectora, convierte la literatura en un mecanismo de promoción social y comienza a publicar en la prensa local. Ambiciosa, pronto llama a todas las puertas importantes, pero serán autores de la región como Andrés Cegarra Salcedo o Miguel Pelayo quienes la guíen en sus primeros pasos. En 1927 ennovia con el hombre más importante de su vida: Antonio Oliver Belmás, con quien se casa a finales de 1931 y a través de quien conocerá poco antes de la guerra al matrimonio formado por el catedrático de Historia Cayetano Alcázar y la refinada Amanda Junquera. Iniciada la guerra, Antonio se pone al servicio del gobierno republicano como telegrafista y se desplaza al frente del sur, mientras Carmen lleva a su madre a Murcia y se va a estudiar Filosofía y Letras a la universidad de Valencia, ciudad en la que se encuentra Amanda. Terminada la contienda ambas emprenden viaje a Madrid, donde Carmen vive acogida por el matrimonio Alcázar-Junquera, semioculta y firmando con seudónimos varios –entre los que destaca el de Florentina del Mar- mientras una denuncia de una vecina cartagenera agrava el procedimiento iniciado contra ella por algún escrito comprometido con la causa republicana durante la guerra. Esos años van enfriando la relación con Antonio, que por motivos judiciales no puede instalarse en Madrid hasta 1945, año en que el matrimonio vuelve a convivir sin que Carmen deje de visitar la casa de Amanda en Velintonia 5, justo al lado de la de VicenteAleixandre. Juntas permanecerán estas mujeres que sobreviven a sus maridos y juntas están cuando el 19 de enero de 1978 recibe Carmen una llamada telefónica de AlonsoZamora Vicente: ha sido propuesta para ocupar el sillón que Miguel Mihura había dejado vacante en la RAE. Como candidata estaba también Rosa Chacel, y la lucha entre las camarillas académicas fue dura. Al día siguiente de que le comunicaran la noticia Carmen anotó en su agenda: “Hablé con Dámaso, que me urgió aclarar mis relaciones con los académicos porque Rosa Chacel hace años que se lo está preparando por su cuenta. Cartas, teléfonos, gratísimas respue
stas de todos, menos de JuliánMarías, que vota a Rosa, vaga de Laín, que la presenta con aquél, y Luís Rosales, que también firmó su propuesta, se hace el carantoñero por teléfono.” En el campo de batalla –qué paradoja- estaban el exilio voluntario y el exilio interior. Al final pesaron más los cuarenta años de aguante de Carmen Conde y ella ocupó el sillón K. Con esto le vinieron muchos otros reconocimientos, se reeditó su obra, estuvo en la cresta de la ola mientras Amanda era víctima de la demencia senil hasta su muerte en 1987, presagiando el final que le esperaba también a Carmen algunos años después en una residencia geriátrica donde murió ajena al calor de los amigos, ausente, con la cabeza puesta en su soledad y su amor.
Hace poco más de treinta años de todo el agasajo público que siguió a su nombramiento como académica y, como reza el subtítulo del libro de Ferris, Carmen Conde ya es una escritora olvidada. No parece que su obra resista bien el paso del tiempo ni que vaya a cobrar nueva actualidad, pero la compleja vida de esta mujer que tuvo la precaución de guardar todos los papeles que daban fe de ella a la espera de un biógrafo, tiene su recompensa en este libro que, en algún momento, se detiene demasiado en minucias acumulativas que rompen el crescendo de esta vida apasionante –me refiero, por ejemplo, al análisis excesivamente detallado de un poema de Antonio Oliver entre las páginas 224 y 227 que cuadraría mejor en un artículo independiente—, pero que sabe guiarnos con material de primera por la vida y la obra de quien pudo parecer muchas cosas y, sin embargo, no fue otra que Carmen Conde.