Lo que perdimos
Catherine O’Flynn
Traducción de Francisco Domínguez Montero.
Seix Barral. Colección Booket. 309 páginas, 9 €
Título original: What was lost,
Catherine O’Flynn ha pasado a engrosar la lista de autores masivamente rechazados por editoriales que al final consiguen publicar y se convierten en best–seller, como los póstumos Kennedy O’Toole o Stieg Larsson, y la juvenil Rowling. Con una publicidad ridícula e inexacta (tildarla en la contraportada de “historia de fantasmas” es absurdo y erróneo) ha logrado tener un éxito arrollador en 25 países. Y eso que la novela, dividida en personajes y separada en el tiempo, es un batiburrillo de tempos, personalidades y escrituras. Cuesta encorsetarla, englobarla en algún género. No es fácil su clasificación, ni tampoco su argumento.
Los tres personajes principales de la obra son los que desarrollan la novela. Kate Meany, la niña detective que busca por el recién abierto centro comercial Green Oaks algún crimen que ella pueda resolver, es una niña solitaria que en 1984 parece estar más cómoda en compañía de adultos. Kurt es un vigilante de seguridad del centro que en el 2004 se está planteando, por décimo tercer año consecutivo, abandonar su empleo. Lisa es una dependienta de la tienda de música del mismo centro que ve cómo se escurre el tiempo entre sus manos sin parecer tener ningún plan concreto para detener el desastre. Y a pesar de existir una brecha de 20 años temporales entre la historia de Kate y la de los dos trabajadores de Green Oaks, el libro los enlaza con una trama policíaca y misteriosa que, además de atar cabos para cerrar un final perfecto, invita a meditar sobre la pérdida que acompaña a la vida, como si los años no nos sirvieran para acumular cosas, sino que fuera una sucesión de fugas constante.
No quiero contar más del argumento puesto que lo dañaría (la famosa reseña de la contraportada me destruyó parte de la intriga que sentí al llegar a la mitad del libro), aunque el saber qué ocurrirá no es el único motivo para seguir leyendo. Pese a su arranque levemente infantil (los capítulos de Kate tienen ese tono inocente pero sagaz propio de un niño de 10 años), la novela pronto madura y se convierte en meláncolica (sobre todo en los capítulos del vigilante nocturno), a ratos divertida (la dependienta Lisa y sus malhumorados compañeros son tan cómicamente realistas como los diálogos de Hornby en Alta Fidelidad, y a él recuerda), pero sobre todo profundamente cálida. Los autores noveles suelen caer en el error de querer escribirlo todo en su primera novela, y O’Flynn lo ha hecho, pero con éxito, como si no hubiera querido elegir entre todas las ideas y vivencias que habitaban en su memoria, prefiriendo conjugarlas de tal modo que creara una obra completa, brillante, impecablemente atada y perfecta.
Creo firmemente que los veintitantos editores que la rechazaron no pasaron del primer capítulo; no le dieron una oportunidad, dejaron de leer antes de tiempo. Se perdieron el rosario de tonos y lecturas por los que transcurre, obviaron el júbilo de la niñez, ignoraron los miedos de la infancia y los terrores de adulto; abandonaron los problemas cotidianos. Desperdiciaron los grandes misterios. Desatendieron, en fin, un gran libro.