En los múltiples comentarios, reseñas, semblanzas y homenajes que ha suscitado el reciente fallecimiento de Miguel Delibes, se ha hablado de sus novelas, de sus diarios de cazador, de su faceta como periodista y prácticamente nada –si acaso alguna pequeña referencia escrita al margen- de los cuentos que escribió a lo largo de su vida. Sin embargo, Delibes fue un gran escritor de cuentos –o de historias, como le gustaba nombrar a estas narraciones breves-, en los que condensa las tres premisas necesarias para que, según él, una novela –o cuento o historia— sea considerada como tal: un hombre (un protagonista), un paisaje (un ambiente) y una pasión (un móvil).
De ello es buena muestra esta obra que, gracias al esfuerzo de la editorial Menoscuarto de Palencia, logró hace unos años reunir sus cuentos completos, hasta entonces desperdigados –como si se tratase de piezas de caza- en otras ediciones. Aquí están incluidos los cuentos de sus libros “La partida”, “Siestas con viento sur”, “Viejas historias de Castilla la Vieja”, “La mortaja” y “Tres pájaros de cuenta y tres cuentos olvidados”, además de un bello y esclarecedor prólogo escrito por su paisano Gustavo Martín Garzo.
En estos cuentos, su maestría narrativa, donde el lenguaje limpio y preciso nos lleva de la mano a mostrarnos la realidad que de una manera más directa nos quiere revelar, se ciñe al mismo motivo al que, en definitiva, se refiere en sus celebradas novelas de largo aliento: a explorar la profundidad del corazón del hombre. Un hombre poseído por “unos sentimientos de soledad, de incomprensión y de miedo”, como se definía Delibes a sí mismo en su ensayo “España 1936-1950. Muerte y resurrección de la novela”. Sin embargo, no se puede calificar a Delibes como un escritor de ideas que pretendan desarrollar un pensamiento a la manera de las novelas de tesis, sino que estas ideas, sustanciadas en “la frustración, el acoso del individuo por una sociedad indiferente, opresiva, cuando no hostil”, deben transpirarse a través de la acción. Se trata, en definitiva, de un compromiso ético, pues si bien se ha subrayado el hecho de ser un escritor castellano que ha explorado eso tan etéreo y equívoco como es el “alma de Castilla”, hay que entender que la Castilla a la que se refiere Delibes no se constriñe a los arbitrarios límites de una región y ni mucho menos de una comunidad autónoma. De hecho, “La partida” –la primera historia que aparece en el libro- tiene como “paisaje” un carguero llamado Cantabria. Castilla –al igual que Macondo de García Márquez, Comala de Rulfo o Santa María de Onetti- no es sólo un espacio físico, sino antes que nada constituye un territorio moral donde habita el hombre acosado por su propia condición de existir, su vida siempre proyectada desde la ineludible perspectiva de la muerte.
A menudo Delibes huye de la amargura hiriente y solemne para expresar la dureza de la existencia, y la envuelve –a través del débil reflejo de un detalle- en un aura de ironía y humor que nos acerca más, atajando por la desbrozada senda de la ternura, a la condición dolorosa del hombre.
Para adentrarse en Delibes –si es que aún queda alguien que no lo haya leído-, nada mejor que dejarse llevar por estos cuentos. Y para los que ya hayan disfrutado de “El camino”, “Las ratas” o “El hereje”, descubrirán que historias como “La mortaja”, “El loco” o “La partida” bastarían para que su autor fuera considerado como uno de los grandes escritores en español del siglo XX.