«Debéis penetrar en el cine cuando ya la sala esté en sombras y por el lienzo vaya pasando la fábula. Acostumbrados los ojos a la luz no veréis en la penumbra más que las maniobras de las cabezas atentas, reunidas en una sola nube informe. Por eso, después, cuando la luz se haga, será el público para vosotros una revelación…»
Así comenzaba José Díaz Fernández (1898-1941) su artículo “El cine”, sobre cuya pista me ha puesto Alfonso López Alfonso como editor y prologuista de “El cine” y otras prosas de juventud (Ateneo Obrero de Gijón, 2011; Colección Fortuna Balnearia, 18), atractiva selección de los textos publicados por el escritor castropolense en Asturias, aquella revista de La Habana a través de la cual tanto emigrante astur trató de enjugar parte de su morriña.
Leer “El cine”, texto que Díaz Fernández escribió en 1919 –nueve años antes de El blocao, su más emblemática obra, sin duda el mejor relato español acerca de la guerra de Marruecos junto con Imán de Ramón J. Sender—, supone todo un entrañable viaje en el tiempo por las sombras de una sala cinematográfica de la época.
Eran los años del cine mudo; por eso, el futuro autor de La Venus mecánica, entonces estudiante de derecho en Oviedo, aconseja a cuidarse de quienes leían en voz alta los intertítulos de la película. Eran los tiempos del timbre, cordial gorjeo mecánico a cuyo aviso «si se observa, se nota un precipitado huir de manos, un leve rastreo de pies, dedos finos que arreglan rizos y algún suspiro tenue de mujer…». Si el timbre no existiera no tendría público el cine, asegura Díaz Fernández.
Así y todo, muchas cosas no han cambiado demasiado desde entonces. Hoy también huimos de aquellos que comentan con chascarrillos las situaciones de los personajes y, sobre todo, de los que adelantan los desenlaces de los filmes haciendo alarde de su presunta perspicacia, individuos irritantes antes y ahora.
Igualmente hoy «un buen observador verá la película y verá el público. El curso de la película, las diferentes situaciones de la trama, señalarán un aspecto nuevo de los espectadores». En efecto, no pocas veces el público, esa anónima masa informe que reacciona bajo la luminosa oscuridad del cine ante las mismas cosas que nosotros, se nos revela menos ajeno cuando la luz vuelve a hacerse.
Asimismo el proyeccionista, misterioso personaje oculto dentro de su cabina, quizá siga sintiéndose «satisfecho y tranquilo como un dios que rige al mundo de sombras desde el trono de luz». Incluso, concluye Díaz Fernández, «hay quien dice que el Ser Supremo no es más que un hábil operador de cine…».