Confieso que hace menos de un lustro desconocía yo la inmensa figura de Víctor Pozanco. Pero heme aquí ahora con sus Memorias epistolares recién leídas. Unas memorias que, a mi cojo juicio (que completa mi cojera física), están escritas con el corazón.
Bien a través de sus propios escritos epistolares, bien a través de las referencias y comentarios del autor, en el libro aparecen testimonios que van desde el enfermizo Aleixandre (qué sorpresa cuando, para empezar, me encuentro con las palabras de don Vicente, escritas desde «su escasa salud y sus muchos padeceres») hasta los últimos hallazgos de la persona aún hambrienta de letras que es Víctor Pozanco, al que no le gustan las autobiografías, aunque todo lo que se diga en ellas sea cierto, porque lo dice uno, nada más. En el libro habla él, por supuesto, pero también hablan los demás: Juan Marsé, Camilo José Cela, Ángel González (con el que una noche fue cerrando los bares de Barcelona), tantísimos otros y otras, y él, Víctor, nos invita a escuchar sus voces silenciosas, conmovedoras en muchas ocasiones.
Centradas las memoriasen la primera parte, la segunda se me antoja más narrativa. En ella aparecen con toda crudeza las consecuencias de la guerra civil (léase incivil, evidentemente), una posguerra sombría e interminable en la que debe hablarse en clave para eludir las estancias en el «hotel Carabanchel» e incluso el madrugón del fusilamiento al amanecer, antes de que despierte la gente de la calle.
Aparece también Ángel Miguel Pozanco, el padre emigrado que, desde tan lejos, se entera de la muerte de su esposa, nunca aclaradas las circunstancias reales del fallecimiento aunque el joven Víctor ni siquiera pueda compartir con él las sospechas que alberga para no comprometer la seguridad de su progenitor en el exilio caraqueño.
Aparece la Soria de Bécquer, de Antonio Machado, de Gerardo Diego, como aparecen las Hurdes (ese inicio constante, clave tal vez en la posterior trayectoria del autor) y el Manifiesto Literformista y el lapidario «no preguntes qué puede hacer la cultura por ti, sino qué puedes hacer tú por la cultura» del Manifiesto Esencialista, una prueba más de que Víctor Pozanco morirá luchando por el mundo de las letras.
Aparecen cartas que arrebatan por tanta ternura sitiada por una cantidad aún mayor de crueldad, de injusticia, de fracaso, mientras el Víctor infante aprende «a rezar en latín y a jugar al póquer» en colegios varios, mientras el Víctor adolescente corre aventuras que parecen extraídas de una novela magnífica, mientras el Víctor ya crecido estudia en la universidad y empieza a trabajar «enfocando escotes del ballet de Pacita Tomás», mientras el Víctor adulto abandona la militancia política (hasta entonces «escorado a la izquierda») y se convierte en poeta pues alguien capaz de escribir que «la condición humana, desde que se alejó de los santos chimpancés, es lo más raro del mundo animal» está destinado a no desmerecer en ese arte o en cualquier otro de similar grandeza.
Completado el grueso de sus memorias con un admirable sentido del humor (del que muy pocas veces carecen las personas inteligentes de verdad) en los añadidos que introduce por aquí y por allá, aún nos aguarda la tercera parte, pues, en efecto, «no solamente de literatura vive el escritor». En ella no faltan sus relaciones con los mundos del cine (actor secundario en modestas producciones), de la pintura (fascinado por la comunión entre pintura y poesía, ve pintar a grandes maestros del pincel), de la vida social (declara: «He aprendido más charlando con personas de todos los niveles y profesiones que en las facultades») y, cómo no, del ajedrez, esa pasión suya de juventud, de siempre (¡una más!), que el hijo le recuerda cada día.
De postre, como no podía ser de otro modo, una coda.
¿Alguien da más?