José Ángel Ordiz
Es posible que la llamada autoficción, para ir más allá de lo que habitualmente pretende ser una mera autobiografía novelada, deba servirse de la ironía para distanciarse del contenido de lo narrado. De ahí que para obtener el marchamo de ese género literario tan frecuentado en la actualidad, el autor no tenga más remedio que concebirse a sí mismo como personaje, es decir, poner todo el empeño en crearse a través de máscara interpuesta, y no limitarse tan sólo a trasladar fielmente al papel sus pasadas vivencias en el mundo real. Este distanciamiento es logrado de forma magistral por José Ángel Ordiz (San Martín del Rey Aurelio, 1955) en su última novela Sal dulce (Editorial Quadrivium, 2012), pues su escepticismo irónico no se limita a la invención —tan habitual en tantas “autoficciones” del momento- de un personaje que lleve su mismo nombre asociado a las propias características físicas, sino que, forzando una nueva vuelta de tuerca, su identidad se desdobla en otro que cuenta con un itinerario biográfico compartido con el autor. Sin embargo, lejos de centrarse en la personalidad dual de un Dr. Jekyll y Mr. Hyde –logro sin duda fácil de conseguir para un profesor de química como Ordiz—, la trama se abre a una variedad de personajes que irán urdiendo con hilos a menudo agridulces la diversa y compleja red que entrelaza sus vidas.
Ordiz compone su novela con la fórmula que suele ser habitual en el resto de su obra, en la que los aspectos formales cobran una especial importancia: la concepción del espacio –Asturias— no sólo como territorio o mero escenario de la trama, sino como un personaje más con el que debe relacionarse el resto; el tiempo enroscándose sobre sí mismo circularmente, a la manera proustiana; la continua fragmentación de la historia que, sin embargo, no impide perder la unidad del hilo narrativo; los cambios de puntos de vista, de voces que fuerzan al lector a variar su ubicación ante lo narrado; los diálogos, que parecen transcritos literalmente por el oído atento del escritor y que por sí solos hacen avanzar la trama como si se tratara de una obra dramática; la capacidad de los personajes para pegarse a la realidad de la vida, es decir, al artificio de una ficción que pueda hacer verosímil su condición de seres de carne y hueso; el humor como contrapunto necesario para que el pesimismo vital se compadezca con una especie de existencia burlesca. Es la “sal dulce” a la que alude el título, el dolor que añadimos a las heridas que nunca cicatrizan, sobre todo las causadas por los amores perdidos o contrariados o no satisfechos, pero también el alivio que a menudo nos trae el recuerdo amable de los momentos felices, aquellos que procuramos siempre alimentar en la memoria.
De esta forma, José Ángel Ordiz —galardonado con el Premio de la Crítica de Asturias en 2009 y 2010— ha logrado una ambiciosa novela que culmina el empeño iniciado con otras obras (Mujer te doy (2009), Las luces del puerto (2010), En aquel tiempo (2010)) y en la que, posiblemente con el pretexto de ajustar cuentas consigo mismo, no hace otra cosa que inventar la vida, es decir, recordar lo imaginado en un ejercicio de madurez que sólo se puede llevar a cabo después de haber vivido lo escrito y escrito lo vivido los 53 años que, según el autor, ha tardado en escribirla.