CONTEMPORÁNEOS
No demasiado tuvieron en común dos escritores tan distantes espacial y emocionalmente como Lev Tolstói y Mark Twain. Fueron, eso sí, contemporáneos, y ambos dejaron de respirar en 1910, por lo que este año de nuestras vidas es el del centenario de sus muertes. Tolstói y Twain no sólo fueron contemporáneos entre sí, son además, como todos los grandes escritores, contemporáneos nuestros: lo que escribieron absorbe muy bien el tiempo.
Por su Autobiografía, de Samuel Langhorne Clemens, quien más tarde adoptaría como seudónimo el grito “mark twain” con el que los negros del Missisipi indicaban la profundidad mínima propicia para la navegación –dos brazas-, sabemos cosas como que su padre fue una especie de aventurero sin demasiada suerte en sus inversiones: “El encargo de mi padre al morir fue: “Agarraos a la tierra y esperad, que nadie os engañe para que os queráis desprender de ella.” El primo favorito de mi madre, James Lampton (…), siempre decía de la tierra –y lo decía también con ardiente entusiasmo-: “¡Hay millones enterrados en ella, millones!” Es cierto que él siempre dijo eso mismo de todo y que también se equivocó siempre, pero en esta ocasión tenía razón”. Con el tiempo, el propio Mark Twain demostraría tener parecido sentido de las finanzas que su progenitor, puesto que murió en la bancarrota. Escritor vitalista, fue impresor, navegante, buscador de oro, minero y un sin fin de cosas más antes de hacerse periodista y escritor de éxito con novelas cargadas de desternillante humor, aparente sencillez, despampanante humanidad, frescura y cierta nostálgica ternura en su mirada a la infancia. Carlos Fuentes dice que Tom y Huck son el Quijote y el Sancho norteamericanos, y que Mark Twain sería, por tanto, el fundador de un modo de narrar en su país. Ahora la editorial Sequitur recoge en un libro tres prosas: un extenso y mordaz estudio sobre la figura histórica de Shakespeare, que da título al conjunto, y dos piezas muy breves –divertidísimas- también relacionadas con la biografía, pero no ya con la de Shakespeare, sino con los orígenes inventados y la biografía fantástica de Mark Twain. “¿Ha muerto Shakespeare?” trata de desenredar la madeja de lana que los biógrafos del de Stratford crearon en torno a, como él dice, seis o nueve huesos de brontosauro que rellenaron después con yeso para hacerlo presentable. Con humor e inteligencia ataca a quienes trataban de poner en pie la vida y la obra de un hombre que dejó muy poco rastro, y contribuye de paso con sus palabras a fomentar la creencia de que la obra de Shakespeare no había sido en realidad escrita por el oscuro actor e hijo de carnicero de Stratford, sino por Francis Bacon. Para Twain –y no fue ni mucho menos el único en contribuir a una polémica que alcanzó de lleno los años ochenta del siglo XX- la educación superior y el conocimiento del derecho inglés de Bacon lo habilitaban con mayor verosimilitud que a Shakespeare como autor de sus obras: “He llegado al íntimo convencimiento de que el autor de las Obras de Shakespeare fue un hombre que lo sabía todo de la ley y de los juristas. También estoy convencido de que ese hombre no pudo haber sido el Shakespeare de Stratford, y de que… no lo fue”.
Ilustrativo y divertido es este volumen –al que no le sobraría una breve introducción sobre autor y textos recogidos- con el que la pequeña editorial Sequitur homenajea al genial Mark Twain en el centenario de su muerte. Otro tanto hace Rey Lear con Tolstói al reunir algunos de los relatos de los Libros rusos de lectura en Relatos de Yásnaia Poliana, en el que se incluyen cuentos, hechos reales, descripciones y la impecable novela corta El prisionero del Cáucaso.
Lev Tolstói, militar primero, santón cuando llegó a la conclusión de que "la minoría precisa de Dios porque ya posee todo lo demás, y la mayoría, porque es lo único que tiene”, se dedicó sin denuedo a una suerte de cristianismo primitivo que no toleraron nada bien ni el poder político ni la iglesia oficial. Entre 1871 y 1875 redactó seis volúmenes para enseñar a leer y escribir a los niños de la escuela de Yásnaia Poliana, la tierra a la que estuvo ligado toda su vida. Escritos con prosa deliberadamente sencilla, muchos de estos relatos son un ejercicio de concreción que nos dan a conocer la vida campesina en la Rusia de su tiempo, el contacto con la naturaleza, la pasión por la caza y el valor de los perros para poder desempeñarla –los relatos dedicados a Bulka y a Milton son apasionantes-; hay relatos, además, de calado universal, como el de “El aldeano y los pepinos”, equivalente al “Cuento de la lechera” que recogió para nosotros Félix María de Samaniego. Pero la joya del volumen es sin duda El prisionero del Cáucaso. Escrita con la misma esforzada técnica de la sencillez que los relatos de Yásnaia Poliana, esta nouvelle cargada de acción y humor a partes iguales encierra una fábula que, al igual que el relato “El aldeano y los pepinos”, nos pone en la pista de cuán poco valen los planes humanos: “¡Y yo que iba a casa, a casarme! –nos dice el soldado protagonista, Zhilin, tras lograr escapar de los tártaros- Es evidente que no era mi destino”.