Lawrence Grobel,
Conversaciones con Al Pacino,
Belacqva, Barcelona, 2007.
Traducción de Juan Gabriel Vásquez.
Palabras, palabras, palabras
Al Pacino es una estrella del cine reverenciada, imitada y venerada a nivel mundial, pero para llegar hasta ahí, como se ve en este libro de entrevistas, el actor hizo buena la frase de Truman Capote según la cual todo fracaso es el condimento del éxito.
Lawrence Grobel entrevistó por primera vez a Al Pacino en 1979, cuando el actor estaba rodando A la caza, de Billy Friedkin. La entrevista se publicó en Playboy y supuso el inicio de una larga amistad. Después de esa primera entrevista vinieron muchas más y a lo largo del libro asistimos a la evolución y consolidación de una cómplice intimidad que se va estableciendo entre entrevistador y entrevistado y que alcanza el presente. A medida que avanzan las páginas los vemos pasar de la prevención y desconfianza iniciales –sobre todo por parte de Pacino- a la familiaridad que confiere compartir piscina en Beverly Hills o pasear en coche por Los Ángeles.
La vida de Al Pacino daría para una novela de Charles Dickens: Nacido en 1940 en un hogar roto, apenas tuvo trato con su padre, que los abandonó cuando él sólo contaba dos años. Criado por su madre en casa de los abuelos, en el sur del Bronx, empieza a trabajar muy joven en diversos oficios: repartidor de correo, vendedor de zapatos, conserje, porteador de muebles…, y antes de los veinte años ya había salido de la casa familiar, compartido vivienda con alguna chica y vuelto a vagar solo por el mundo. Muy pronto aprendió que él estaba hecho para el compromiso serio con una sola causa: la interpretación. Si hay algo a lo que se ha dedicado con pasión, sin respiro ni tregua, es a ese oficio de ser actor, que, como él dice, consiste en ir lanzando por ahí la psique propia contra las paredes. Una infancia desestructurada y una adolescencia de saltimbanqui grabaron en su personalidad la valía de la soledad, la imposibilidad del matrimonio –es padre de tres hijos, pero no se ha casado- y le dejaron impreso ese fecundo romanticismo bohemio que únicamente los espíritus con talento saben canalizar hacia el auténtico arte.
Visto con la distancia que proporciona el tiempo, Al Pacino tiene esa proyección mesiánica de los grandes artistas: A base de resistir pasó de vivir en condiciones que harían santiguarse al mismo Diógenes a ser una cotizadísima estrella cinematográfica, y eso sin perder su pasión por la interpretación, su amor al teatro y a Shakespeare y su fuerza para sacar adelante proyectos muy personales –y autofinanciados- como The Logic Stigmatic, Looking for Richard o Chinese Coffee.
El chico menudo del Bronx que, en un primer momento, no fue aceptado en el Actor’s Studio y conoció los secretos de la interpretación de la mano de Charlie Laughton en la academia de Herbert Berghof, llegó tan lejos como se puede llegar en su profesión, y cuando se le pregunta cómo lo logró dice que es cuestión de suerte: “Tienes suerte o no la tienes. No se me ocurre una manera específica de manejarlo. Es cuestión de destino, de saber elegir. Y sobre todo de suerte.” Quizá la frase que mejor defina a este actor, caracterizado por la sencillez y una inexorable vocación de permanencia, sea una de Ricardo III –Shakespeare es, al menos, una cuarta parte de este libro, como lo es de la vida de Pacino-: “He apostado mi vida a los dados, afrontaré los azares de la suerte.” Pero aún suponiendo que a esta mezcla actualizada de Huck Finn y Oliver Twist lo haya favorecido la fortuna, no está demás considerar que hace falta mucha elegancia para ser prudente cuando el viento sopla tan a favor como en su caso.
Casi treinta años de trabajo y de vida –desde 1979 hasta 2005- están recogidos en estas páginas. De ellas resulta un personaje enorme, excepcional en su oficio; y también un tipo culto, solitario, enamorado de Nueva York, con un gran sentido del humor y generoso a la hora de juzgar a los demás. Aunque en alguna ocasión saque a pasear la vanidad –en la primera entrevista estaba nervioso y acaba por confesar que considera haber merecido el Oscar por Tarde de perros más que Jack Nicholson por Alguien voló sobre el nido del cuco– lo cierto es que siempre tiene palabras amables para compañeros de reparto –Robert De Niro, Johnny Deep, Sean Penn, Michelle Pfeiffer, etc.- y actores en general –Dustin Hoffman, Meryl Streep, Richard Gere, John Travolta, Mickey Rourke o Sylvester Stallone-. En el libro también hay algunas diferencias de enfoque con los directores -deja muy patente su desilusión con la película Revolución y da a conocer un enfoque muy distinto al de Francis Ford Coppola para el personaje de Michael Corleone en El Padrino III– que provienen de la fidelidad a sí mismo de un interprete que, como todos los grandes, es racionalmente visceral.
Para muchos de nosotros la vida no sería lo mismo sin el puto Al Pacino: un monstruo, un portento de la naturaleza incapaz de explicar su propio talento, pero muy consciente de las cosas que realmente merecen la pena en la vida: “¿Cómo llegué aquí? Tenía los orígenes menos adecuados. Tuve la vida menos adecuada. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Es un pozo sin fondo (…) Gracias a Dios tengo salud, amigos, unos hijos maravillosos. Me va bien. Puedo hacer mi trabajo… ¿Qué puedo decir? ¿Cómo ocurrió todo esto?” Después de leer este libro nosotros tampoco encontramos respuestas válidas, más allá de adquirir la certeza de que el fin es inútil, lo realmente importante es el camino.