TRAS LA VENTANA
Por Aurelio González Ovies
Cuanto los autores miran se agigantan en su actualidad. Sus ojos son una extraña y minúscula ventana a la inmensidad del mundo y sus texturas. No necesitan ni Esther García López ni Enrique Tirador excesiva claridad exterior, pues todo tiene su luz profunda, su fosforescencia interna. La emoción alumbra sobradamente los versos y grabados aquí recogidos. Son más imprescindibles la perspectiva, la sorpresa o la distancia, que aprecian y tasan con parámetros más misteriosos, más firmes y valederos. Lo que miran les pertenece siquiera por un ahora, ellos lo ven, ello los mira, y cobra más sentido su sentido.
Ver, sin mirar, es un auténtico desprecio, una pérdida de tiempo en tan corto trayecto. ¿Cómo desplegar las velas de los deseos? ¿Cómo prever las noches incandescentes; cómo los días opacos? ¿Cómo imaginar lo que nunca vamos a tener? Es preferible mirar sin ver, como con ojos cerrados, como con la vista encogida y cabileña, que es como surgen las ilusiones y lo insospechable, el ardor y todas sus tonalidades.
Y si miramos mirando, todo va depender del estado de ánimo, de nuestra carga de melancolía, de nuestra tendencia a la tristeza o de la certidumbre y el gozo que, circunstancialmente, nos habitan. Si miramos mirando, vemos de forma particular y única aquello que no se atrapa cuando vemos por ver, sin mirar, acción de la que no logramos más que lo superficial y lo determinado, lo engañoso y aparente, lo que ven las espigas, la gaviota y el enjambre. Y no es este el caso ni de Esther ni de Enrique. Ella piensa y escribe. Él augura y lo plasma con los pigmentos de la ensoñación.
Es increíble cómo, en temporadas débiles o en momentos más frágiles que de costumbre, laten sin tregua el abatimiento y la presencia de la muerte; cómo se trasmiten metáforas de acabación en cualquier lugar. Cómo todo lo que enfocan nuestros ojos porta seronda y flojedad. Porque lo grisáceo o la placidez no están en los objetos ni en los árboles ni en las puestas de sol ni en los tejados de las ciudades, sino en nuestra forma de mirar, en las sucesivas veladuras que se interponen y nos ciegan desde el pensamiento hasta la superficie de las formas.
En la mirada cabe el universo. Más que la noche, más que el resplandor. Como en los siglos y en los mosaicos de la memoria, en la mirada flota la parcial totalidad de lo que extremamos. Jamás vamos poder tomar con los brazos lo que abrazamos con la mirada o perfilamos con el corazón o vertimos en la caligrafía de una palabra. Jamás retener en las manos una intranscendente porción del infinito que nos mira. Nunca vamos lograr recorrer tanto espacio como advertimos, tantos caminos como divisamos de camino a ningún sitio. De todo lo que verifiquemos y vamos a ver, apenas vamos a conocer un fragmento, apenes un frágil caligrama. ¡Cuántos paisajes dejados atrás; cuántos lugares descubiertos, vistos y olvidados. Cuántas caras cruzadas de una vez para siempre. Cuántas visiones de aquellos a los que ya no nos es posible ver ni mirar! ¡Cuánto amor, cuántos deseos, todavía, en tan limitada libertad!