Reseña de Los días grises, de Antonio Isasi-Isasmendi. Por Alfonso López Alfonso (03/07/2009).

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Antonio Isasi-Isasmendi, Los días grises, Aguilar, Madrid, 2009.

Infancia bombardeada

Antonio Isasi-Isasmendi internacionalizó algo el cine español a finales de la década de los sesenta con producciones como Las Vegas 500 millones, que contaba en su reparto con Lee J. Cobb y Jack Palance, y es autor de Memorias tras la cámara, donde deja constancia de toda una vida dedicada al cine. Poco importa eso al abrir estas otras memorias que acaba de dar al público porque aquí no se ve al cineasta que llegó a ser. Lo que aparece en Los días grises es la prehistoria, la infancia y primera juventud de un montador, guionista, director y productor autodidacta que fue conquistando peldaño a peldaño su lugar en el mundo –comenzó vendiendo bombones helados a la puerta de un cine de Barcelona-. Y esa infancia y esa juventud no difieren en esencia de las de otros miles de niños de la guerra, de las de todos aquellos a quienes la locura colectiva les alargó en exceso las vacaciones del 36 y que a la postre, cuando todo acabó, terminaron por pensar que “como siempre, cuando los que mandan son otros, uno aprende que en la vida las cosas cambian poco. Empezaba otra etapa distinta, sin bombardeos y con menos hambre, pero parecida.” La sangre no llegó a secarse porque aunque cesaron los combates siguió la venganza.

“Los niños de la guerra –nos dice Isasi-, en las ciudades beligerantes, crecimos sin estudios, sin buenos alimentos, entre incendios, asaltos, saqueos, gritos, ejecuciones, uniformes, discursos, movimientos de tropas, banderas, convoyes militares, aviones en el cielo, bombas…” De no ser porque un puñado de militares decidió olvidar la ley para derrocar al gobierno legal, la vida de Isasi, como la de tantos otros niños, tendría poco que ver con todo eso. Hijo de una actriz y un militar, el 18 de julio los pilló de viaje en el Bugatti de su padre. Cuando intentaron entrar en Barcelona todo había estallado y no lo pasaron bien hasta llegar a casa. Después lo pasarían aún peor. El padre muere durante la contienda a raíz de unas fiebres y la madre habrá de salir adelante como puede. Ni el hambre, ni la suciedad, ni el frío, ni el miedo les son ajenos, hasta el punto que para finales de 1937 –Isasi contaría unos 10 años- la madre se ve obligada a pedir ayuda a un antiguo amigo de su marido para internar al muchacho en una colonia en Premià de Dalt ante la imposibilidad de mantenerlo adecuadamente. Las páginas en las que describe su experiencia en aquel internado, un oasis de paz al que únicamente llegan los ecos de la guerra, son las mejores del libro, incluyendo la llegada del ejército vencedor y la marcha de la directora, que se ve obligada a dejar a los muchachos abandonados a su suerte. Vendrán luego los campamentos falangistas que trajo la paz, el ganar puntos a ojos de los vencedores, el trabajo desde niño y los primeros escarceos sexuales en una sociedad para la que todo lo relacionado con el sexo era tabú. Aprovechando que ya no lo es, Isasi decide no ahorrar demasiados detalles: “Anita me abría la puerta y me besaba y me abrazaba y me volvía a besar […] Eran besos como aquellos que se veían en las películas. Tremendos, de tornillo. Yo me caía; nos revolcábamos por el suelo… Me decía que me quería, mientras me abría el pantalón para tocarme y retocarme. Se levantaba la falda y bajándose las bragas se restregaba contra mí una y mil veces, mientras yo perdía el mundo de vista.”

Dice muy bien Manuel Vicent en el breve prólogo del libro que todas las cosas grandes están hechas de cosas pequeñas. Isasi vuelve la vista atrás para enriquecer con multitud de esas cosas pequeñas un tiempo cada vez más lejano y separado de la sociedad –tan así lo ve el propio autor que le va desgranando estas memorias al perro Pepo-. Son esos detalles, esas noches de bombardeo que se pasan en una estación de metro, esa buhardilla de la calle Hospital que se alcanza tras subir más de cien escalones, ese tirarse al suelo en plena calle cuando pasan los aviones, ese correr desesperado, esa inquietud por el sexo que lleva a meter un dedo en la vagina de una perra, esa reconstrucción de una madre abnegada e idealizada por el recuerdo; son esos pequeños momentos que pasan intentando no hacer ruido al lado del monstruo dormido de la Historia, y se ven alterados radicalmente cuando Clío deja caer su maza haciendo retumbar los días, los que dan fuerza y sabor a este libro.

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