Reseña de El mayor poeta del mundo, de Julio Rodríguez, por Violeta Varela. 19/XII/09

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El mayor poeta del mundo
Julio Rodríguez.
Ediciones de la Universidad de Murcia, 2006.
 
Por Violeta Varela Álvarez.
 
Pocas veces he reseñado alguna obra literaria de un autor vivo. He hecho, apenas, unas escasas excepciones con el teatro trágico de algún autor iberoamericano, muy informado y muy leído, y, aunque leo muchísima poesía, con avidez, de muertos y de vivos, esta vez sí, la aprecio tanto que no suelo detenerme a criticarla, dado que la filosofía, ya desde Platón, suele ser muy injusta con esa maravilla literaria y no me gustaría a mí cometer el mismo error que mis maestros.
 
Hoy he decidido hacer una nueva excepción y hablarles de una novela. He decidido hacer esta excepción porque esta novela no sólo me ha encantado, sino que además es el sueño de todo bibliófilo, por lo que mi desinterés incorregible por las cuestiones estilísticas puedo compensarlo en la crítica yendo solamente al contenido, como buena heredera de una tradición de señores que viven de cazar esencias e Ideas en los terrenos más movedizos, como lo son, sin duda, los literarios.
 
Se trata de una novela valiente porque se atreve a ser rica en unos tiempos en los que el analfabetismo funcional campa a sus anchas.
 
La novela a la que me refiero es El mayor poeta del mundo y su autor es Julio Rodríguez. Conocí los dos primeros capítulos de la novela gracias a Internet, y llamaron poderosamente mi atención (se trata de una gran estrategia comercial, cuando la obra es buena, por supuesto). Lo primero que vi en ellos, como buena especialista en literatura clásica, fue una multitud de referencias literarias. Estaban en todas partes, desde mi punto de vista, que luego creo que tuve la fortuna de corroborar. Aunque cuando criticas una obra literaria nunca sabes hasta qué punto señalas cosas que el autor no compartirá en absoluto. No obstante, como el padre de esta novela sabiamente dice, una vez publicada nos pertenece a los lectores, así que no mataremos al autor, al estilo de Barthes, pero será bueno funcionar para criticarla como si el autor ya no pudiera rechistar.
 
Les pondré un ejemplo de mis primeras percepciones: mientras leía la deliciosa y divertidísima historia de amor frustrada del protagonista con la panadera, no podía dejar de pensar en Góngora y sus poemas, en los que el pan tiene una presencia muy parecida a la que imaginaba y experimentaba Mario García, aunque en Góngora la lujuria harinosa acababa triunfando, no así en el divertido relato que nos muestra el novelista asturiano. Hay mucho siglo de oro en esta novela, mucha buena literatura. Las múltiples referencias literarias que veía en esos dos capítulos, así como la historia, me pusieron en la urgente necesidad de adquirir el libro, y así lo hice en una librería ovetense, al comprar el último ejemplar que les quedaba en la estantería. Lo primero que pensé es que era un libro barato y asequible, lo cual me llenó de gozo, teniendo en cuenta que el paro sin subsidios es algo muy duro y que con estos gobernantes que tenemos creo que puedo permanecer en este estado por un tiempo nada desdeñable.
 
Julio Rodríguez escribe esta obra sin caer en los lodos de la pedantería, en otra muestra de la sabiduría cervantina de la que el autor hace gala
 
Al leer el prefacio, las expectativas no hicieron más que crecer: se mencionaban en él nombres que despertaban en mí la más absoluta admiración, ¡en quién no lo harían!, y al leer las palabras del autor acerca de sus influencias temí que hubiera puesto el listón muy alto: en ese prólogo se estaban mencionando autores que en literatura son palabras mayores, mayorísimas, diría yo sin saber ni siquiera si puedo usar tal vocablo sin darle una patada al diccionario; no hay nada que nos guste más a los de filosofía que escribir mal y dar patadas al diccionario. Por otro lado, me admiró la valentía del autor al señalar a tan grandes clásicos como sus referentes. No, el autor no citaba entre sus influencias a Ken Follet ni a Dan Brown, precisamente, y en sus páginas resonaban poderosamente los nombres de autores insuperables. Es cierto que empezar así un libro es sumamente arriesgado, pero también es un gesto sumamente valiente que apuntaba a un indicio que luego tendría la ocasión de comprobar al leer la novela: estaba ante un libro que desbordaba erudición y pasión por la literatura, auténtica y ejercida pasión, no esa enumeración de citas célebres que ya denunciara Cervantes en su prólogo al Quijote. ¡Qué acertada estuve en esa primera impresión! Toda la novela de Julio Rodríguez es un maravilloso homenaje a los clásicos más universales y a toda una tradición literaria que no puede sino causar un estremecimiento en el lector que la conozca. Éste es un detalle que me gustaría resaltar en esta novela: se lee extraordinariamente bien (la leí de un tirón sin resentirme en absoluto y sin que me costara el más mínimo esfuerzo, siete horas y cuarenta minutos, aproximadamente, dediqué a tan estupenda labor sin que el sueño o el cansancio me exigieran un solo descanso), no es pedante en absoluto y, a la vez, es riquísima en tesoros literarios; me arriesgaría a decir que se reconoce un maravilloso guiño literario aproximadamente cada tres palabras, pero siempre absolutamente personalizado y perfectamente integrado en la historia, lo cual es ciertamente meritorio. Puede satisfacer al lector que busque simplemente una buena historia con no poca carga moral y didáctica, que no moralizante –es un buen lugar éste para recordar que gran parte de la literatura griega se destinó a combatir la hybris-, pero es que, además de una lectura agradable, es una delicia para cualquiera que ame la alta literatura y que tenga auténticos deseos de encontrar esa tradición en las obras actuales. De todos modos, respecto al hilo argumental e ideal de la novela, en mi modesta opinión, no es la vanidad lo más criticado; al fin y al cabo, la del protagonista, es bastante inocente, simpática y adaptable a todo tipo de circunstancias, lo que hace de ella un maravilloso mecanismo para la supervivencia, sobre todo cuando uno ha de moverse en terrenos donde la mezquindad campa a sus anchas.

Toda la novela de Julio Rodríguez e
s un maravilloso homenaje a los clásicos más universales y a toda una tradición literaria que no puede sino causar un estremecimiento en el lector que la conozca.
 
Más que un libro sobre la vanidad, me pareció una obra que representa una búsqueda incansable de cierta honestidad y limpieza, en lo literario y en lo existencial. Es divertidísima, pero a ratos es absolutamente conmovedora y ciertamente triste, a la par que muestra una sensibilidad social muy acusada que nos regala algunos de los mejores momentos de la novela, como lo son la relación con ese maravilloso cinéfilo y sus peludos acompañantes, compañero necesario cuya amistad es una constante luz a lo largo de toda la historia. Destaca también una riquísima ironía que recorre el texto de principio a fin, ironía que, a mi juicio, también posee el protagonista, contribuyendo así a diluir su vanidad y convirtiéndola en una característica que va perdiendo peso frente a un más rico retrato de Mario, que va perfilándole, a lo largo de la novela, como un joven a la caza de experiencias ciertamente encomiables: bondad, verdad y belleza, que, si hacemos caso a los griegos, suelen ir de la mano, de ahí que las mujeres que ama sean hermosísimas, no puedan jamás mentir y respondan con absoluta fidelidad, como no puede ser de otra forma, en el amor (a no ser que las secuestren impidiéndoles responder como deben a su amante). La calidad del protagonista se delata, en muchas ocasiones, en su forma de ver a quienes le rodean: crea Dulcineas, pero Mario, al contrario que don Quijote, las crea y se las cree de veras, no de burlas, y sin la asexualidad que caracteriza al amor cortés, mientras que Alonso el Bueno, no deja de tener presente que su dama es Aldonza Lorenzo y que su máscara de Dulcinea tiene la misma entidad que todas las amantes y amadas de los poetas y, para lo que la quiere don Quijote, mejor le vale que un Aristóteles. Mario, pues, busca ese trinomio incansablemente, y cuando uno de los tercios sucumbe, los otros se derrumban acto seguido. Por desgracia, descubrimos con el protagonista que encontrar esa conjunción es francamente difícil, pero es hermoso que aún hoy alguien lo siga buscando, así que Mario goza de mis simpatías, a pesar de ser un poco creído. Por otra parte, Mario es el propio narrador de su historia, y lo hace con una sinceridad que no apunta a la vanidad, sino más bien a un sano reírse de sí mismo, no olvidemos que el narrador es quien posee las llaves de la historia y quien decide qué hechos nos cuenta; si Mario fuera tan vanidoso, muchos hechos se los habría guardado sólo para él y se habría dado a la mentira y al encubrimiento, como ocurre en otras novelas donde, afortunadamente, al no coincidir el narrador con el protagonista tenemos información más amplia que nos permite acceder a la verdad a pesar de las trampas y mentiras del narrador, como es el caso del Quijote.
 
Es un consuelo ver que hay quienes saben escribir para todos los públicos sin olvidarse de la tradición a la que pertenece su labor.
 
En un mundo donde parece que hablar de literatura es hablar de ventas y de negocios, donde lo importante es la obra como mercancía y no como artesanía, donde lo accesorio, contingente y accidental se ha confundido con lo nuclear y lo substancial en un gesto de desprecio a las enseñanzas aristotélicas, en un mundo tal, digo, es un consuelo ver que hay quienes saben escribir para todos los públicos sin olvidarse de la tradición a la que pertenece su labor. La gente piensa que la literatura comercial, únicamente comercial, que llena las estanterías de las grandes superficies, es digna hija de las comedias áureas de un Lope, pero no podrían estar más equivocados. Lope tenía éxito, es cierto, un éxito rotundo, pero sus obras llevaban el peso de toda una tradición literaria y de una cultura clásica vastísima. Los estudios de tradición clásica, de poética y de teoría literaria, en Lope, son absolutamente pertinentes; en los superventas actuales no cabe hacer análisis profundos (ni tampoco superficiales), ya que nada los sostendría.
 
Volviendo a la novela criticada en esta reseñita, insisto en que su lectura puede ser muy fructífera para quien no conozca mucha literatura, aprenderá mucho y disfrutará riendo y llorando, pero es importante decir que cuanto más haya leído el potencial lector, valga la redundancia, más riqueza observará en la novela y más podrá extraerle el jugo, y eso es muy curioso en un tiempo en el que los conocimientos literarios no son sino un impedimento para leer ciertas obras actuales, ya que cuanto más amas la literatura y más la conoces, más vergüenza te da leerlas. En este caso, cuanto más se sepa de literatura, más orgulloso se puede estar de tener esta novela entre manos.
 
Su siguiente virtud, en consecuencia, es que no traiciona lo que adelanta en su prólogo. Los ecos de Cervantes, por ejemplo, son mucho más perceptibles de lo que él indica y no sólo en sus referencias textuales, clarísimas, explícitas o implícitas, y directas al Quijote, que las hay, y maravillosamente traídas, desde el principio al fin de la obra, sino en la intertextualidad que le une a las Novelas ejemplares o, por citar un ejemplo que me pareció fabuloso, en ese maravilloso análisis obsesivo que el protagonista realiza del poema haiku, en la página 43 de la novela, que me hizo llorar de la risa como ese prodigioso comienzo del Quijote en el que Alonso Quijano se desvive por desentrañar absurdos versos amatorios, enrevesados y contradictorios.
Muchísimas cosas podrían destacarse en esta obra, pero como quien escribe es una admiradora de la literatura de la antigüedad clásica, debo decir que me pareció maravillosa la escena con el psicólogo, especialmente cuando, ante los delirios psicoanalíticos de su interlocutor, el protagonista saca ingenuamente a relucir a Sófocles, acto reflejo, y muy inocente hoy en día, de escuchar el nombre de Edipo: efectivamente, todo el psicoanálisis desconoce quién era Edipo y eso lo sabe cualquiera que haya leído la tragedia de Sófocles, pero es que el mismísimo Freud andaba muy despistado en su lectura del clásico ateniense, y me parece un guiño maravilloso de justicia a la cultura clásica que el autor de esta novela lo saque a relucir en un capítulo de gran comicidad. Y esto no lo digo por decir, sino que lo señalo porque la tragedia griega ha sido la víctima de múltiples interpretaciones que triunfaron de tal manera que todo el mundo habla de ella a través de sus muchas veces equivocados intérpretes, en vez de a través de sus textos, o al menos eso me parece a mí. Y así tenemos hoy en día la imagen de un Edipo que deseaba a su madre, mientras que en la tragedia, el pobre títere, no hizo más que intentar alejarse de ella, aunque sin éxito, con lo que, en el mejor de los casos, el complejo de Edipo sería, en realidad, una manía del c
aprichoso Destino que decide que Edipo debe acabar como efectivamente acaba, ¡y para colmo llega Freud y le echa la culpa al inconsciente del desgraciado! El autor de esta novela sí conoce muy bien a los autores que nombra, y eso se nota y se agradece.
 
No deseo hablar en absoluto de mí porque jamás suelo caer en tal manía y me gusta que las protagonistas sean siempre las obras o las ideas sobre las que escribo, pero me van a permitir que hoy les comente un pensamiento que me ha rondado la cabeza en múltiples ocasiones, y entenderán que, ciertamente, es relevante en este articulito. Me he pasado la vida leyendo a los clásicos y viviendo en los libros. Para mí, una de las consecuencias de la lectura de tanto clásico fue siempre la vergüenza, me preguntaba cómo atreverse a escribir novela después de, ya no digo un Cervantes, un Clarín o un Galdos, sino de un Baroja, otro referente de la novela que analizo, o un Unamuno, -la novela que tengo entre manos, por su humor en ocasiones cruel con el protagonista, al que, al principio, no concede tregua y por su forma de castigarlo haciéndole fracasar en todas sus pretensiones y planes, me ha recordado la maravillosa Amor y pedagogía, aunque sin llegar tan lejos, ya que don Miguel es un tirano implacable para sus personajes-. Siempre concluía que quien, conociendo a los clásicos, se decidiese a escribir literatura, debía ser muy valiente, dicho esto sin ninguna ironía y sí con muchísima admiración. Aunque no lo parezca, para escribir desde la ignorancia no es necesario ningún arrojo y el peso del pudor no lastra nunca al autor, puesto que es autor de obras bastardas, sin padres ni madres literarios conocidos que lo repriman y lo controlen. Pues bien, he de decir que, al leer esta novela, me alegré por la valentía del autor. Lo mismo me ocurrió también al conocer, en poesía, el libro Parque de ídolos de Rubén Rodríguez, que me maravilló por su personal manera de adueñarse de una tradición tan esplendorosa y substanciosa como es la de la tradición greco-latina, entre otras; pero la poesía, como ya les indiqué, es algo que me limito a disfrutar y que pocas veces reseño, y, cuando la critico, la mayoría de las veces, pierdo de vista su forma y me centro tanto en los contenidos que llego a perder de vista el género al que pertenece. Lo que quiero decirles es que es una suerte que aún existan valientes: personas cultísimas, como los dos Rodríguez que menciono, porque hoy les ha tocado, pero también como muchos escritores que en la actualidad se esfuerzan por hacer sus propias aportaciones a los distintos géneros, que aman la literatura y que desean contribuir a ella con calidad y respeto, dos características que no están muy de moda en estos tiempos.
 
También me ha recordado la novela un cierto artificio a lo Cadalso, dado que la irrealidad del profundo aislamiento, intelectualmente autista, que caracteriza al protagonista, al enfrentarse con la realidad vigente, -la que el protagonista desconoce en todos sus aspectos, incluso en los literarios, con lo que eso supone para un personaje que prácticamente sólo conoce literatura-, proporciona y supone un punto de vista crítico que delata la degeneración de no pocas facetas de la vida cultural y social española, en lo que me parece una estrategia harto inteligente por parte del autor.
 
Deseo también aprovechar esta reseña para dar las más fervientes gracias al autor por cierta referencia que introduce en el capítulo 11 a una grandísima novela actual de esas que se adaptan al cine y todo, algo que Mario no podía saber.A veces me da la impresión, permítanme la intromisión, de que el criterio de calidad por excelencia hoy en día es que te adapten al cine, -arte que, por otro lado, respeto y admiro sobremanera-, ya que las novelas se escriben pensando en ese otro formato artístico, y lamento intuir que no obedece esta tendencia a ninguna aspiración a la obra de arte total al germánico modo, sino a la posibilidad del chollo. No voy a decir el título de la obra en cuestión, por no contaminar el presente artículo, pero he de decir que cuando llegué a esas reflexiones del joven poeta no pude más que tomarlas como una suerte de justicia poética que me llenó de alborozo. Vamos, que Mario cada vez me caía mejor.
En definitiva, no voy a decirles mucho más, porque de verdad creo que deben comprobarlo ustedes mismos, pero les aseguro que si aman la literatura, en todos y cada uno de sus géneros, encontrarán en esta obra una fuente de tesoros inagotable, una mina de referencias que te arrastran desde los griegos hasta el siglo XX y en definitiva, y siempre desde mi punto de vista, un gran homenaje a la literatura desde la propia literatura. Y yo creo que se trata de un homenaje que no desmerece en absoluto a los homenajeados y que logra hacer un aprovechamiento personal de la tradición que aporta muchísima frescura a esos viejos monumentos que, por desgracia para la propia literatura, hoy le importan bien poco a mucha gente y, lo que es peor y gravísimo, le importan bien poco a muchos escritores. Y, como ya señalé, todo esto lo realiza sin caer en los lodos de la pedantería, en otra muestra de la sabiduría cervantina de la que el autor hace gala. Y si no desean entrar en profundidades y, simplemente, quieren pasar un buen rato, encontrarán en el trabajo reseñado una lectura ágil, frenética, que te atrapa desde el primer momento y te impele a seguir al protagonista en su divertido, chocante, triste y muy tierno y conmovedor periplo.
 
Se trata, además, de una novela valiente, porque se atreve a ser rica en unos tiempos en los que el analfabetismo funcional campa a sus anchas y con un engreimiento que espanta. En la editorial del autor no parecen ser necios que confundan valor con precio, parafraseando al poeta, así que, concluyendo, no se la pierdan, de veras que pocas veces 8 euros les darán tanto a cambio.

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