Reseñas. El libro de los finales, de Albert Angelo. Por Alfonso López Alfonso (02/06/2009)

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Albert Angelo,

El libro de los finales,

El Aleph, Barcelona, 2007.

 

 

Preferiría estar esquiando

¿Qué dice un hombre, si es que dice algo, cuándo está a punto de morir? Lo más probable es que de su boca salga alguna banalidad. Puede decirle a su cónyuge que le traiga un vaso de agua, a sus hijos que los quiere o pedirle a alguien perdón por aquello que hizo y nunca debió hacer. En fin, cosas por el estilo. Pero, ¿qué dice un gran hombre –o una gran mujer, por supuesto— al presentar sus últimas palabras al juicio de la posteridad? Normalmente, más o menos lo mismo que cualquier mortal, aunque hay alguna excepción.

Cuando Stan Laurel, el flaco de la pareja que formaba con Oliver Hardy, empezó a sentir que el alma se le despegaba del cuerpo le dijo a su enfermera que preferiría estar esquiando. Al preguntarle ella si le gustaba esquiar, él respondió: “No, pero preferiría estar esquiando que muriendo.” Casos hay, también, en los que se fuerza la pose, como el de Pancho Villa, que acribillado a balazos en su coche le dijo a un reportero justo antes de morir: “¡Escriba usted que he dicho algo!”; o de vanidad extrema, como el de William Saroyan, que viéndose fallecer llamó a la Associated Press para decir: “Todo el mundo tiene que morir, pero siempre creí que en mi caso se haría una excepción. ¿Y ahora, qué?”

Este libro de finales está hecho para fisgonear más que para leer. Contiene tres partes: la primera se ocupa de las últimas palabras que pronunció tal o cual celebridad –desde Benito Mussolini o el Che Guevara a Blas Infante, pasando por Gabriele D’Anunzio, Emily Dickinson o Marcelino Menéndez y Pelayo—; la segunda se ocupa de epitafios célebres y la tercera de notas de suicidio. Bonito empeño en el que el lector agradecería un prólogo que hablara del propósito de la obra y una bibliografía o algunas notas que le señalaran de dónde procede la información que se da sobre los personajes, puesto que después de cada entrada –cada cita de las últimas palabras, cada epitafio o cada nota de suicidio— hay un breve texto que explica algo acerca del personaje citado, muchas veces tan aclaratorio como el que se pone tras el epitafio de William Butler Yeats, que dice: “Sufrió varias enfermedades a lo largo de su vida, que le llevaron finalmente a la muerte a los 73 años, en un hotel de Francia.”

El libro de los finales es un libro rico en palabras, uno de esos libros que se puede abrir por cualquier página. En él se encontrarán citas tan hermosas como el epitafio de John Keats: “Aquí yace alguien cuyo nombre quedó escrito en el agua”, epitafio, al parecer, innecesariamente alargado por sus amigos John Severn y Charles Brown; y otras tan brillantes e ingeniosas como la que Benjamín Franklin ideó para su tumba: “Aquí yace el cuerpo de Benjamín Franklin, tipógrafo, como la cubierta de un viejo libro roto, sin títulos ni dorados. Es pasto de los gusanos, mas no será perdido todavía, pues cree firmemente que reaparecerá en una nueva edición, mejorada, revisada y corregida por el autor”; o tan divertidas como el epitafio de Charles Baudelaire: “Aquí yace uno que por amar demasiado a las puercas bajó un día al reino de los topos”. Pero el lector también levanta la cabeza después de leer cada cita pidiendo algo más, saber, por ejemplo, de qué fuentes toma el autor el apartado “últimas palabras”.

Tan sorprendente como el libro es la nota biobibliográfica que se incluye del autor en la contraportada, donde se dice que Albert Angelo, nacido en Avinyonet de Puigventós en 1957 “es un reconocido entomólogo y clarinetista catalán que, además, ejerce de crítico literario y musicólogo.” Entre sus obras –y seguimos copiando de la contraportada— están títulos tan poco chocantes como Miles y los lepidópteros o El jazz en el entorno rural. Y para rematar, “su feroz defensa de la privacidad le ha llevado, en alguna ocasión, a disparar con munición real contra periodistas que pretendían entrevistarle.” Tampoco le gustan los escritores, así que al loro, porque aunque por este libro puedan enterarse de que los célebres epitafios de Groucho Marx –“perdonen que no me levante”— y Dorothy Parker –“perdonen por mi polvo”— no están en sus tumbas, podría también servir para hacerles vecinos suyos antes de tiempo.

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