La habitación del verso
Jaime Herrero, Jorge Ordaz y Ernesto Colsa recitan poemas propios y ajenos invitados por Javier Lasheras
Ch. NEIRA
La cita, íntima y curiosa, reunió ayer a un puñado de amigos dispuestos a escuchar versos, convocados por el escritor Javier Lasheras bajo el sugerente «Tres maneras de quitarse el sombrero». Debajo, las cabezas recitantes eran, fueron ayer, Ernesto Colsa, Jorge Ordaz y Jaime Herrero. La cita era en un local de la calle San Antonio, Bolero Lounge, al fondo del bar.
Era una especie de reservado, salón dijo Lasheras, un tanto inquietante. Cubos iluminados, sillones de diseño, techo plástico abuhardillado. Los rapsodas, contra el título, no llevaban sombrero. Sí los había dibujados en las paredes, en la cabeza de bailarines de jazz, de pantalón a rayas hecho a trazos.
Lasheras, como anfitrión, fue el maestro de ceremonias de este minirrecital que pretende repetir en el mismo lugar para otras ocasiones. Habló poco y en síntesis de los tres, el pintor, aunque el más poeta, Jaime Herrero, y los narradores Colsa, más en los márgenes, y Ordaz, también traducción.
De hecho, fue esta faceta la que sacó Jorge Ordaz a recitar. Aprovechó los versos que ha tornado al castellano de autores norteamericanos y, así, se excusó con un «yo no soy el autor, soy el que ha puesto la versión», pero aceptó toda la culpa: «Si hay algún error, es mío».
Antes, Colsa había abierto la sesión poniéndose en pie y declamando con bastante dramatismo unos sonetos de falsos endecasílabos sobre la droga y sobre el cantante Joaquín Sabina. Género burlón, quevedesco a su manera, y aplauso correspondiente.
Ordaz, en su primera sentada, abrió con un escalofriante poema de Sharon Olds sobre «La muerte de Marilyn». Y siguió con otro de David Rosenthal.
Jaime Herrero combinó versos de distintos poemarios, algunos ya desaparecidos, unos pequeños y ágiles sobre Picasso y otros de sintaxis más descabalgada con recuerdos de infancia. De postre, Colsa reinterpretó el dadaísmo de Hugo Ball y ofreció un poco del suyo, una suerte de soneto fonético que escondía en acróstico un «me gusta chingar».
Kenneth Patchen y su «ella sabe que está lloviendo y mi cuarto es cálido pero ella es orgullosa y bella y yo no tengo dinero» en voz y versión de Ordaz dejó el cierre a una pequeña joya de Jaime Herrero dedicada a la muerte de uno de sus lápices, que gasta, taja a taja, hasta el último trazo, y cuyos cadáveres diminutos guarda en caja.